Wladyslaw Strzeminski imparte sus enseñanzas como profesor en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lodz. Además pinta cuadros y termina la escritura de su ensayo sobre la postimagen. Pero son los años de la posguerra después de la Segunda Mundial. La Unión Soviética establece su eje hacia Europa central al mismo tiempo que impone una ideología no solo social o económica, sino también cultural. El arte individual tiene poco futuro dentro del realismo socialista y el ensalzamiento a su líder Stalin. Wladyslaw Strzeminski no quiere ceder en su forma de vida. Tampoco claudica al cariño de su hija. Y solo puede sobrevivir. Estos son los últimos años de su vida.
Son interesantes las conexiones y divergencias entre dos directores como fueron David Lean y Andrzej Wajda. Provenientes de distintos países de Europa, cada uno perteneciente a dos generaciones consecutivas. Sus filmografías destacan por el drama como género más practicado, la Historia como impulsora de conflictos entre los personajes. Ambos realizaban adaptaciones de novelas y obras literarias. También rodaron obras más íntimas, locales y con cierta visceralidad, en la primera parte de sus carreras, utilizando la fotografía en blanco y negro. Para continuar con las famosas superproducciones del británico y las grandes coproducciones internacionales, en el caso del cineasta polaco. Estas diferencias y similitudes los unen accidentalmente en la que sería su despedida de las pantallas. David Lean trató de sacar adelante Nostromo, adaptando el libro de Joseph Conrad, durante muchos años. Pero las aseguradoras no se fiaban por su edad, cercana a los ochenta años, para respaldarlo, ni siquiera con Spielberg como director sustituto en caso de fallecimiento. Por esta razón la bella, así como misteriosa, Pasaje a la India resultó ser casi su propia elegía.
Los últimos años del artista: Afterimage es un revés afortunado del cine reciente contra esa manera de tratar a sus artífices. Porque Wajda la concluyó a punto de cumplir noventa años, unos quince más de los que tenía Lean cuando terminó la suya. El autor polaco murió trabajando, quizás sin la idea de componer su despedida. Aunque de manera involuntaria, atando cabos de una trayectoria impecable que cimenta su visión sobre Polonia en el siglo XX y otros anteriores. Por extensión también de toda Europa. Sin duda, del ser humano, lleno de dudas, avatares y principios. Después de ver la película, es complicado asegurar que alguien tan mayor pudiera realizar este film atemporal, justo y sentido. Más difícil resulta pensar que pudiera estar dirigido por un profesional sin su sabiduría narrativa y emocional.
Wajda escoge al pintor Strzeminski durante los últimos tres o cuatro años de vida. Un período en el que se despoja al artista de toda su juventud, avistada solo en esa clase bucólica campestre, rodando por los prados con su grupo de alumnos veinteañeros. Esa energía con la que rasga la bandera roja conmemorativa de Stalin, cuya tela filtra ese tono por su ventana. Esa testarudez para los antiguos compañeros, que resulta un ejemplo para los alumnos y la dignidad para los espectadores. Fuera de campo se queda Katarzyna Kobro, la mujer del pintor, también artista y colaboradora en la sala neoplástica que tuvo mucha relevancia en el museo. El cineasta no abandona el discurso histórico ni la crítica hacia los totalitarismos, provengan de quienes provengan. Wajda fue un joven que luchó contra los nazis, sufrió la barbarie estalinista en su madurez y resistió la sinrazón opresora del aparato burocrático/político hasta casi los años ochenta. El discurso que propone no es anticomunista, sino anti-dictatorial, una exposición de razones que valdrían contra cualquier movimiento que fulmina las libertades y derechos humanos.
El film nunca pierde foco en su narración, en ese canto de cisne de un hombre contra un sistema. Una lucha honorable pero imposible de llevar a buen fin. Con una caligrafía visual clara, la fotografía junto al trabajo de ambientación que va desterrando de manera progresiva los colores básicos, puros, cubiertos luego por tonos marrones, ocres y grises a los que solo se les permite brillos o líneas rojas en el lienzo pálido, acromático, tan similar al que se observaba en calles, hogares y cualquier zona pública hasta la década de los setenta en España —es cierto, aquí mismo—. Una penuria de posguerra que se ve y se siente con el hambre, las enfermedades y la desolación de los personajes.
Wajda rueda con la coartada biográfica para mostrar una crónica de la muerte cercana, pero sin dar su brazo a torcer, tal como demuestra esa secuencia en el escaparate que conecta con Doctor Zhivago, de nuevo David Lean. No es necesaria la empatía por la falta del brazo y la pierna del protagonista. Tampoco trata de ocultar su lado oscuro personal, ese odio que se intuye hacia la ex-mujer o la distancia en el afecto por Nina, su hija. Ella compone un personaje que equilibra el protagonismo emocional, creando una historia de amor total, sin romanticismo, sin cursilería. Una entrega de la niña hacia un padre que se cierra solo, en su caparazón. Una trama del corazón, de los sentimientos puros que enriquecen el desarrollo de la segunda mitad del film.
Con la maestría narrativa que transforma un drama histórico en un cuento de amor fraternal. Con la destreza expositiva que halla el plano adecuado y consigue la puesta en escena invisible. Con la certeza de que Andrzej Wajda, irrepetible, se despide al mismo tiempo que se lleva su secreto para hacer cine.