Michaël Dichter se lleva el concepto de las ‹coming of age› a su propio terreno. No es que Los tres fantásticos sea especialmente novedosa o rompedora, pero sí sabe en qué momento arrojar ese jarro de agua fría a lo que podría ser un idílico verano en un barrio de currantes franceses. Para ello desgrana el que fue su cortometraje Pollux (2018) hasta convertirlo en un largometraje donde mezclar las aventuras de tres amigos inseparables en un drama social con tintes de suspense —muy propio del cine francés actual, aunque en esta ocasión separado de los típicos ‹banlieues›— que acaba derrotando lo predecible.
Los tres fantásticos comienza con ese toque naíf donde tres amigos inseparables, algo aniñados, un tanto apartados del concepto de líderes de masas en el instituto, manejan sus propios problemas en equipo, solidariamente, sin dejar a nadie atrás. El concepto es maravilloso, reconfortante, de lo más irritante que te pueda venir a la mente, pero es solo esa base insostenible de la juventud donde cimentar la verdadera historia que mueve a Dichter ante la excusa de ver a tres muchachos crecer. Unidos desde niños, sí sabe diferenciarlos fácilmente al mostrar en apenas unos trazos su forma de vida una vez se separan al salir del instituto. Max, Vivian y Tom forman el trío imperfecto que sirve en bandeja el aspecto conceptual de una ciudad que pierde su forma de comunidad ante la precariedad laboral (de fondo encontramos Pollux, quien daba nombre al corto anterior, la empresa que está a punto de cerrar y llevar a muchas familias a la bancarrota) que afecta a Vivian, el ‹bullying› (típico adolescente contrariado que va a por aquel de aspecto más aniñado de los compinches para hacerse notar) que afecta a Tom y la desestructuración familiar (por vía de una madre depresiva y un hermano delincuente) que convierte a Max en protagonista del film.
Dentro de este oscuro universo, Dichter sabe introducir la aventura propia de las películas de amistades adolescentes veraniegas para que esta hermandad tenga sentido. Los tres desean ir juntos, por última vez, al campamento de verano que monta la escuela y para ello necesitan dinero. Dinero que sus familias no les pueden proporcionar y que ellos intentan conseguir a partir de su propia astucia, algo que se volverá en su contra cuando necesidades más indispensables e innombrables se les planten delante y se rompa esa idílica forma de comunicarse que tienen, una forma de competir con las típicas eclosiones de las ‹coming of age› y que, en cierto modo, podría hacer pensar en que su evolución va de Los Goonies a Verano del ’84 por la forma de convertir esa intensa luminosidad del inicio en un oscuro foco final.
No todo pesa del lado de los adolescentes, que con soltura componen su visión de la vida, cada uno con una implicación, de forma poliédrica. Aparecen inesperados antihéroes en esta historia en la que sí importan los adultos, con la presencia de la madre y el hermano de Max. Todo cambia con la salida de la cárcel de Seb, interpretado con soltura por Raphaël Quenard, un tipo carismático y voluble que podría convertir su llegada en la plenitud de Max pero que solo muestra el punto de partida de una trama paralela dispuesta a destrozar la poca inocencia que quedaba en el joven, que debe elegir entre llevar el peso a sus espaldas de salvar a su familia o conseguir que sus amigos puedan irse de vacaciones, como habían decidido en un inicio.
Es aquí cuando surgen mentiras, silencios y caminos paralelos que parecen separar esa amistad tan esencial que mantiene a estos tres compinches como si fueran una sola persona. Dichter refuerza esas personalidades complementarias para encerrarles en sus propios problemas personales mientras desean, en el fondo, que esa amistad casi infantil, que les convierte en familia, siga perpetuándose pese a las circunstancias. Comienza un ciclón inesperado propio que evoca con fuerza el drama frente a la desesperación de tres niños que pierden su oportunidad de seguir siéndolo por última vez, pero no desarraiga del todo esa idílica imagen que formaban los tres fantásticos, esos que se jaleaban, cantaban y creaban recuerdos inquebrantables para cuando sus caminos, inoportunamente, se tuviesen que separar. Pese a ser un debut, y una película sin grandes alardes de originalidad, el director cocina una historia sólida y sorprendente, en la que conviven géneros totalmente dispares, subrayados pero bien integrados, y que permite rebajar la mirada de problemáticas extremas de la sociedad hasta llegar a la altura de tres adolescentes que, sí o sí, tienen que enfrentarse a lo propuesto desde puntos de vista muy dispares, para hablarnos de un verano inolvidable que ni siquiera ha llegado a comenzar.