Para los que amamos a la escuela húngara de cine y el cine centro-europeo de los años sesenta, Miklós Jancsó es un cineasta indispensable. Sin duda uno de los fundadores de esa forma de hacer cine tan singular que caracteriza al cine magiar: blanco y negro, planos largos que muestran la profundidad y el salvajismo del paisaje húngaro, acción fuera de campo, plano secuencia empleado de forma radical, gusto por mostrar las vivencias en ambientes rurales alejados del bullicio de la gran ciudad y un esperanzador sentido crítico que dotaban a estas películas de un halo de misticismo inconformista incomparable con cualquier otra obra referente del séptimo arte. Jancsó es una leyenda viva del cine que sigue dando guerra a sus 92 años, si bien su última etapa cinematográfica se ha desviado drásticamente de sus magistrales orígenes. Su biografía está plagada de vivencias extravagantes, las cuales marcaron su forma de hacer cine: participó con el ejército húngaro en las postrimerías de la II Guerra Mundial siendo arrestado por el Ejército Rojo a los pocos días de su llegada al frente.
Tras el final de la contienda Jancsó llegó a ser un activista en favor de la alfabetización y adoctrinamiento comunista de los niños de los pequeños pueblos rurales húngaros. Comunista convencido en los años cincuenta se inscribió en la escuela de cine húngara aprendiendo el oficio a través de pequeños rodajes y cortometrajes que cincelaron su carácter cinematográfico. Sin embargo tras la muerte de Stalin y las consiguientes luchas internas dentro del partido que culminaron con una brutal represión comunista ejercida en Hungría tras el intento de Revolución de 1956, comenzó a brotar en Jancsó un extraño sentimiento auto-crítico y de censura hacia la ideología que tenía incrustada en lo más profundo de su corazón.
Películas como Mi camino a casa, Los desesperados, Silencio y grito o Salmo rojo, aparte de magistrales son claros ejemplos de lo comentado en el párrafo anterior. Pero la que es considerada como la gran obra maestra de Jancsó y una de las más importantes cintas de la historia del cine europeo ésta es sin duda la cinta que vamos a reseñar a continuación: Los rojos y los blancos. Obra ciertamente singular y única en su especie, en ella se atisba una relajación de los esquemas que Jancsó había puesto en práctica en sus primeros films, ya que si bien el plano secuencia está presente en gran parte del metraje, éste se mezcla con soltura con un montaje en el que abundan pequeños cortes que disminuyen la duración de las secuencias. La cinta ostenta una fotografía pictórica espectacular. Los rojos y los blancos es un cuadro en movimiento de una belleza serena y cruel en el que contemplaremos increíbles tomas paisajistas similares a los cuadros de Alekséi Savrásov mezcladas con escenas de una brutalidad y violencia poética pocas veces vista en una obra fílmica. Esta belleza serena unida a la presencia de una rudeza latente y soterrada en el ambiente (a lo que se añade la foto en blanco y negro) emparenta a la cinta de Jancsó con una de las obras más aclamadas de Michael Haneke: La cinta blanca. Otro de los ritos habituales de Jancsó presentes en la cinta es su culto a la belleza del cuerpo, con querencia sobre todo a la complexión femenina. El cineasta magiar aprovecha la presencia de las enfermeras que atienden a los heridos caídos víctimas de las atrocidades cometidas por ambos bandos para mostrar la anatomía femenina desnuda y perfecta, como culto de adoración a la cultura griega.
Más allá de estos ejercicios de estilo, la cinta versa única y exclusivamente sobre una compleja temática: la brutalidad presente en el ser humano y la atracción que éste siente por la utilización de la violencia despiadada e irracional hacia sus semejantes. La poesía de la violencia ha sido casi desde los orígenes del cine uno de los argumentos que más han fascinado a los cineastas. Desde el Serge Eisenstein de El acorazado Potemkin, pasando al William A. Wellman de El enemigo público, hasta llegar a los westerns de Anthony Mann o Sergio Leone, el cine de Sam Peckinpah y John Woo o los más concretos casos de Quentin Tarantino, David Cronenberg o Gaspar Noé. Desde sus orígenes el ser humano ha ejercido la violencia en contra de sus semejantes con total naturalidad. La violencia y el asesinato son habilidades innatas presentes en lo más profundo de nuestro ser, siendo esto algo que escapa a nuestra aquiescencia y es precisamente ello lo que nos asusta al no poder encontrar una explicación ni hipótesis lógica a su existencia.
Janscó sitúa la acción en los acontecimientos acaecidos en Hungría tras la culminación de la I Guerra Mundial y el avance de la Revolución Soviética hacia occidente, o lo que es lo mismo, la lucha encarnizada que tuvo lugar entre los Rojos (simpatizantes comunistas) y los Blancos (miembros del ejército húngaro que trataban de mantener el ‹statu quo› e impedir el avance revolucionario en su territorio). Un recurso inquietante explotado por Jancsó es el del anonimato. Ya desde la primera escena en la cual observamos el apresamiento y ejecución cerca de un riachuelo de dos uniformados que parecen haberse extraviado de su pelotón, desconoceremos la pertenencia ideológica de ejecutados y ejecutores. Jancsó se despreocupa de la identificación formal de los bandos y de tomar partido por cualquiera de ellos mostrando con frialdad y patetismo las masacres llevadas a cabo en nombre de la ideología y el posicionamiento político.
En los primeros minutos la película puede dar la sensación de ser incoherente y deslavazada. La cámara viaja de un bando a otro sin dar explicaciones ni más información adicional que las instrucciones que los mandos trasladan a sus subordinados. Esto puede implicar que cueste adentrarse y acceder plenamente a la trama ya que la in-conexión argumental vigente en los primeros compases del film seguramente podrá despistar y confundir a los espectadores acostumbrados a seguir una trama argumental lineal. Sin embargo tras estos diez primeros minutos discontinuos la película da un giro brutal al mostrar un ejercicio de caza al hombre escalofriante llevado a cabo por los miembros del ejército húngaro contra aquellos componentes de los comandos rojos de origen no magiar. Con una frialdad que pone los pelos de punta, Jancsó manifiesta la inhumanidad del ser humano a través de la filmación con todo lujo de detalles de feroces ejecuciones sumarias con diversas herramientas (a tiros por la espalda, a golpes de culata, a bayoneta…). Los verdugos no cuestionan la aberración de sus actos, simplemente matan como robots programados a tal efecto sin mostrar sentimiento de remordimiento o culpa. Jancsó dirige las escenas de las ejecuciones y sus actos preliminares como si de un documental se tratara, con total desafecto, manifestando las distintas acciones sin aflicción ni condicionamiento crítico. Es esta parte de la cinta la que nos traslada clarividentemente al mundo de las perversiones y monstruosidades del ser humano. En este tramo Los rojos y los blancos podría compararse con una especie de Battle Royale bélico en la que los prisioneros caen como moscas perseguidos por un insecticida invisible escondido en los huecos más recónditos del paisaje. Jancsó consigue crear una atmósfera en la que el peligro acecha en cada esquina, pero rechazando cualquier artificio o efecto estridente. Esta frialdad es lo que hace única a la cinta. No hace falta mostrar sangre, ni decapitaciones, grandes escenas de batallas, ni muertes espectaculares adornadas por especialistas y extras. Jancsó refleja la verdadera cara de la muerte que es fría, silenciosa, cruenta, solitaria, casual, invisible.
Tras el ejercicio de caza al hombre, la cinta discurre lentamente a través de pequeñas subtramas, alguna de estilo surrealista como por ejemplo la escena del baile en el bosque de las enfermeras, que ayudan a remarcar el sin sentido de la violencia y la guerra. Todas estas pequeñas peripecias bélicas, fotografiadas en campos abiertos, bosques, promontorios en los que la acción se desdobla en diferentes campos visuales dentro del mismo plano, manifiestan la irracionalidad de la guerra, de modo que tal como habíamos señalado en párrafos anteriores, seremos testigos de ejecuciones y luchas en las cuales no sabemos a ciencia cierta quien está matando a quien. Esto es quizás lo que Jancsó pretendía hacernos experimentar con su obra, es decir, es igual quienes sean los que cometan las atrocidades y agredan los derechos humanos en nombre de Dios, el Zar o el Comunismo, sino que es el propio ser humano el que sale perdiendo en el momento en el que abandona la racionalidad y el arte para abrazar los más bajos instintos animales de los que estamos hechos: la barbarie impía.
La confusión que puede generar la cinta se ve reforzada por la ausencia de un claro protagonista. Los personajes protagonistas de la trama entran y salen del argumento casi sin sentido lógico. Ello evita que podamos concentrar la atención en una cara familiar que soporte el peso de la acción, sino que continuamente surgirán nuevos personajes de peso que sustituyen a los que abandonan la acción que tras un tiempo sin aparecer volverán a resurgir en pantalla. Esta ambigüedad formal supuso que la cinta fuese inicialmente rechazada por el Gobierno Soviético al considerar éste que la película no tomaba partido en favor de la causa soviética debido a la equidistancia ideológica empleada por Jancsó.
La secuencia final de la película es sencillamente espectacular con uno de los planos secuencias más bellos, demoledores y poéticos jamás filmados por un realizador. Así un plano fijo en grúa situada en lo alto de un monte muestra un escenario rural cerca de la orilla de un lago en el que va a tener lugar una batalla desigual. De este modo, una formación del ejército húngaro avanza desde el río hacia la montaña para encontrarse con un desharapado batallón del bando rojo que igualmente avanza cantando la marsellesa en vistas de encontrarse en el campo de batalla con el enemigo. El silencio del caminar cansado de los soldados se interrumple por los disparos de la formación del ejército que extermina en pocos segundos al enemigo. De una belleza visual y lírica incomparable sin duda se trata de una de las escenas más impactantes que se han filmado en cine.
Culmino la reseña declarando mi pasión incondicional por el cine del primer Jancsó. Un poeta del cine capaz de aunar con su cámara la narrativa literaria con el impacto pictórico a través de la usanza de planos secuencias en parajes abiertos y rurales con el ambiente bélico como testigo y eje principal de sus historias. No puedo dejar pasar la oportunidad para recomendar Los rojos y los blancos a todos aquellos aficionados que sientan especial devoción por el cine europeo poético de los años sesenta como una pieza imprescindible para entender el devenir que siguió nuestro cine en años posteriores. Los rojos y los blancos puede que no sea una película entretenida, dinámica y hasta seguramente aburrirá a cierto tipo de espectador. Pero no se dejen atemorizar por los comentarios negativos que hayan podido escuchar de ella. Simplemente disfruten al contemplar un cine distinto, original y universal que seguramente cambiará nuestra percepción sobre la manera de ver el cine como medio de simple esparcimiento. No se la pierdan.
Todo modo de amor al cine.
Hola Rubén. Gracias por darme a conocer a Jancso.
Y el motivo por el que me dirijo a ti y por el que llegado a tu artículo el cual me ha dado a conocer a un genio del 7 arte, es que estoy echando una mano a un amigo musicologo a encontrar a un grupo hungaro.
La única reseña existente es un vídeo del grupo o parte de un film hungaro de ciencia ficción.
En youtube aparece como Hungarians 1971.
En espera de tu respuesta recibe un cordial saludo.
Hola!!! Esa peli que dices es del gran Zoltan Fabri. Es un drama belico, no es scifi. Te la recomiendo también si no la viste. Debe ser otra la cinta scifi que anda buscando tu amigo. De que década es?
Perdón. Ya vi el vídeo de youtube. No sé que grupo es. A ver si alguien lo adivina