«It’s the most wonderful time of the year». Eso dice el villancico, en el preciso instante en el que las efímeras y achispadas ilusiones del profesor Hunham se ven pisoteadas y vilipendiadas por la realidad. Solo Alexander Payne sabría hacer suya la ironía a partir una bucólica canción navideña dentro de la naturaleza misma del diálogo con el espectador: apenas perceptible, el guiño está presente y nos invita a ser parte de un fracaso más, uno de esos que hacen de la vida ese evento tan especial y caótico.
Los que se quedan es una bellísima apología del fracturado milagro navideño. Con un inicio propio de un cuento de Dickens —bien podría ser Hunham el Scrooge de A Christmas Carol—, el director elabora un espacio blanco que se tiñe de todo tipo de cálidos colores, en ese siempre asombroso respeto por el espacio y gusto por la pictórica fauna y flora norteamericana, que reluce continuamente en sus imágenes. Pero lo idílico no prevalece sobre el lado oscuro de la luna, algo también básico para cualquiera que conozca un poco al realizador.
De un viaje, el de Entre copas, surge la necesidad de recuperar a Paul Giamatti que en esta ocasión representa a un ser huraño, odioso, aferrado a sus conocimientos, negacionista de las interrelaciones. Un ser de luz (y de sombras) que veremos deshojar minuciosamente a través de todo el relato. Paul Hunham es el personaje perfecto en el que emplazar a Giamatti, sin necesidad de estar por encima del que formará una más que extraña pareja con él, el joven señor Tully, aquel que queda rezagado en el epicentro que gira las tornas de cualquier narración festiva: una elitista escuela para jóvenes ricos de gran prestigio. Y aquí tenemos ya todos los alicientes: la dinámica adolescente contestataria de Election, Paul Giamatti, los entresijos familiares (o la ausencia de ellos) de Los descendientes y todos esos viajes que nos han acompañado en las películas de Payne.
Los que se quedan no se puede reducir a una historia más de Navidad, está llena de alicientes que amplían sus horizontes. Es una cuestión de clases sociales enfrentadas que se retroalimentan, decenas de conversaciones ingeniosas que nos llevan de la emotividad continuada a la diversión más franca (mérito en este caso de su guionista, David Hemingson) y el crecimiento, con solidez, de una verdadera amistad improbable, nacida de la situación (a estos dos hombres en diferentes estados vitales se les une una magnífica Da’Vine Joy Randolph con su duelo personal) en la que el castigo es permanecer juntos cuando no hay nadie que te espere fuera de esas paredes de piedra.
Payne sabe adaptar su ojo clínico de nuevo al momento en el que retrata. Estamos en los últimos días de 1970 y es algo que se nota más allá de la cuidadosa ambientación, también se percibe en su música y sobre todo en la composición de las escenas, recurriendo en más de una ocasión a esos escabrosos y alucinantes zooms rápidos de los que tanto se abusó en la época. Es curioso cómo la retroalimentación entre los dos protagonistas, que en el fondo tienen formas parejas de enfrentarse al mundo, nos permite con pequeñas repeticiones en los distintos personajes reformular las verdades absolutas y las mentiras piadosas, con un liberador viaje a Boston en modo de aventura que les da a todos la oportunidad de solventar la crudeza en la que se basan sus vidas.
Los que se quedan es una forma deliciosa de comenzar el año, una de esas películas que necesitas para reconciliarte con las festividades obligatorias, con la gente molesta, con aquellos que te miran por encima del hombro… o seguir odiando a todo el mundo, pero con otra mirada después de recordarnos que los perdedores siempre merecen el protagonismo, sobre todo si son capaces de transmitir tanto como los que aquí nos encontramos.