Luz, color, cócteles, vestidos de etiqueta y… fuegos artificiales en el momento más inoportuno. Opulencia en mitad del desierto y, como no podría ser de otro modo, soberbia, vanidad. Aquella que lleva al pequeño microcosmos construido por John Michael McDonagh en su cuarto largometraje a pensar que están por encima de la verdad, de la realidad, incluso a banalizar a los invitados de un frívolo banquete en medio de una nada de la que no pocos lugareños buscan huir. Y, para ello, qué mejor que el comercio con esos ricos vendiéndoles objetos cuyo valor real desconocen. Una paradoja que el cineasta británico alimenta con la más aguda de las ironías: todo parecen palabras y gestos fuera de lugar dispuestos a importunar aquello que desconocen o, simplemente, señalan por pura ignorancia. Da igual si es una cuestión cultural o todo deviene de un comportamiento imprudente, el resultado es el mismo: actitudes punzantes con el fin de alimentar (más si cabe) la altivez de un modo de vida que reduce sus preocupaciones a la idea sobre una fiesta de disfraces en una noche cualquiera.
John Michael McDonagh vuelve así la mirada sobre sus pasos; y es que, no nos engañemos, no hay como reflejar a través de los diálogos la arrogancia de unos individuos, más que para juzgarlos —en ello no parece interesado el cineasta irlandés— e incluso llegar a detestarlos, para conocerlos o, al menos, creer percibir unos límites que en ocasiones se desdibujan: nada como salir de la zona de confort para comprender que hay algo más allá de un mundo fomentado y estimulado por el simple poder que provee un bolsillo lleno. Esa dimensionalidad, lejos del convite dispuesto por la pareja anfitriona, o por una serie de personajes que mascan estereotipos machistas y clasistas creyendo que esos tótems sólo forman parte de una cultura que menosprecian por sistema (la del exterior de las paredes entre las que se hospedan), se manifiesta en la figura de David, otro de tantos invitados dispuesto a soltar un chascarrillo ante las autoridades después de haber cometido el peor de los actos, capaz de embarcarse en una insólita ‹road movie› desde la cual no tanto expiar las culpas como afrontar unas consecuencias que parecían inabarcables para un hombre de su condición: más por altanería que por incapacidad.
David, sin embargo, sigue consultando las agujas de su reloj en mitad de la nada, inmerso en un universo propio, sin saber exactamente dónde ni en qué punto se encuentra de un periplo incierto. Un gesto circunstancial, que McDonagh advierte con ese vaivén entre la exuberancia y la pobreza de un mundo donde la riqueza está en los fósiles, hilvanando a través del notable trabajo fotográfico de Larry Smith —un habitual del propio McDonagh y de Nicolas Winding Refn— dos contextos que generan algo más que un contraste, deslizando la futilidad sobre un drama que no parece tener esqueleto dramático en casi ningún momento, pero logra exhumar la gravedad necesaria —esos magníficos planos frontales, coartados cómo no por la artificial luz de un baile ajeno a todo— cuando las palabras ya no pueden adquirir mucho significado más. Todo ello hace de Los perdonados un film extraño pero en ningún momento desigual; sí ciertamente desconcertante, tal vez, por la serenidad con que afronta su final; un final, no obstante, coherente desde el que trazar el áspero nexo entre miradas enfrentadas que se encuentran en el lado desgarrador del relato. Quizá el modo de devolvernos la adusta (y trágica, en parte) perspectiva de un autor que no sólo es capaz de perfilar la incomodidad de un universo obstinado en su jactancia, sino de moldearla y otorgarle los matices necesarios como para que su redención no esté solo sujeta a la presencia de un excepcional Ralph Fiennes.
Larga vida a la nueva carne.