Los peores (Lise Akoka, Romane Gueret)

Cine que se alimenta del cine

Películas que muestran las dinámicas que se producen durante un rodaje hay unas cuantas, desde La noche americana de Truffaut, en la que el tono cómico prima por encima del dramático y el retrato que se hace de los personajes se sostiene sobre el cariño que el director les tiene; pasando por El desprecio, de Godard, en la que el cinismo del realizador inunda cada fotograma de unas escenas líricas que tienen el mar de Capri como escenario; hasta llegar a Lux Æterna de Gaspar Noé, en la que, a través de citas de grandes autores del séptimo arte, luces estroboscópicas, pantallas partidas y dos actrices entregadas a la causa, el franco-argentino construye un mediometraje de intensidad desbordante en el que retrata los abusos que se producen en el aquelarre caótico que es para él un set. Si todas estas propuestas tienen algo en común es la reflexión eminentemente metacinematográfica que recorre los tendones de cada una de sus escenas. Las tres son películas en las que una cámara se filma frente a un espejo deformante para ofrecerle al espectador su reflejo, para proyectar sobre la pantalla un celuloide que engulle celuloide; las tres cintas son, en fin, cine que se alimenta de otras cintas, que le componen una oda de enamorado al cine (Truffaut), lo diseccionan con precisión quirúrgica (Godard) o se ríen de él (Noé), siempre desde un respeto absoluto.

Los peores, debut en el largometraje de Lise Akoka y Romane Gueret, abre una nueva vía de exploración para este cine que engulle cine, en tanto que no se limita a pensar en el séptimo arte como un ente aislado del mundo, sino que lo confronta con la realidad buscando en todo momento rastrear las heridas que produce en ella. La película empieza con una serie de entrevistas, grabadas en formato casero, a unos adolescentes de un barrio de clase trabajadora: un director de cine está inmerso en pleno proceso de ‹casting› para su primera cinta y ha decidido trabajar con actores no profesionales para obtener más veracidad. Así, escoge a tres jóvenes que son catalogados por el resto de gente de la zona como «los peores, los más problemáticos, los que dan una mala imagen del barrio, chicos que la sociedad no tiene por qué saber que existen» (en palabras de un profesor). Todos vienen de familias desestructuradas y han convertido la rabia en la herramienta con la que se defienden y se afirman como personas en un entorno que les estigmatiza, les criminaliza y les esquina.

El punto de partida de la cinta ya resulta problemático para el espectador, puesto que los propios personajes muestran, física (esas miradas esquivas que se clavan en el suelo, esos cuerpos que rehúyen la lente) y verbalmente, la incomodidad que les produce estar delante de una cámara, sentirse observados y, en última instancia, juzgados. Aquí se plantea la primera disyuntiva: ¿cómo seguir mirando a unos personajes que no quieren ser receptores pasivos de la mirada, que bajo ningún concepto quieren verse convertidos en dianas de los juicios clasistas y prepotentes del público? Las cineastas no proponen ninguna respuesta; sencillamente continúan filmando a sus protagonistas para que sean los habitantes de la palestra quienes formulen sus posibles soluciones a medida que el metraje vaya ardiendo de rabia sobre la pantalla. Y es que esa es precisamente la dinámica de Los peores: a través de la completa anulación de su mirada, las realizadoras convierten su cámara en un narrador omnisciente que no ofrece ningún tipo de valoración moral con respecto a los hechos que retrata, sino que le exige a los espectadores que sean ellos quienes juzguen a los personajes y sus acciones, quienes decidan si seguir acechándoles o no.

Akoka y Gueret componen así una película de múltiples capas en la que muestran el carácter estructural de las desigualdades económicas que asolan a los jóvenes de clase trabajadora, la incomprensión, el abandono y el acoso que no son sino la raíz de esa rabia con la que se enfrentan al mundo; al mismo tiempo que retratan el séptimo arte como un vampiro caníbal que se aprovecha de dichas desigualdades para explotarlas según su conveniencia. El profundo y matizado estudio de personajes ejerce de núcleo duro de la propuesta, cimenta el edificio narrativo y pone al público en una encrucijada de difícil solución, puesto que le obliga a convivir durante hora y media con un sujeto —el director de la película— capaz de utilizar las prácticas más inhumanas con tal de conseguir que sus actores den lo mejor de sí mismos, sin por ello retratarle como un monstruo desalmado que no tiene sentimientos. Las directoras, de hecho, no dudan en mostrar las aristas de dolor que llevan oscureciendo la mirada de este personaje desde hace años. Los peores, es, por tanto, una obra sobre el cine que se alimenta de la realidad y del cine; y que no busca tanto bucear en el proceso de creación cinematográfico, como en las consecuencias que este tiene en los que en él participan.

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