Suele ocurrir que durante una época de dictaduras, guerras o posguerras, el arte en general y el cine en particular se reinvente creando nuevos estilos o explotando los ya propios a unas cotas de calidad bastante cuantiosas. En el caso de la España franquista, durante los turbulentos años 50 tuvimos grandes cineastas tanto en el exilio como dentro de nuestras fronteras. Así, no debiera sorprender que pese a las dificultades en torno a la propia situación del país además de lo implícito a la cultura (dificultades de financiación, censura…), surgieran obras como Los peces rojos, dirigida por José Antonio Nieves Conde a partir del guión de Carlos Blanco.
Aquí lo que se nos presenta es el típico comienzo largo, denso pero que aparentemente no ofrece dudas: un escritor llamado Hugo llega a un hotel de Gijón acompañado de su prometida Ivón y de su hijo Carlos; éste, en mitad de una noche borrascosa, se precipita al mar desde una gran altura y desaparece. Poca chicha a simple vista, si atendemos únicamente a la faceta textual. Pero tal simple secuencia inicial se torna en magnífica al ser trasladada a imágenes: cada escena representa un pequeño rompecabezas del gran puzzle que significa el misterio que se oculta tras la muerte de Carlos.
Para todo amante de la intriga, siempre resulta especialmente agradable el toparse con una película tan refrescante en su ejecución. Y es que la grandeza de Los peces rojos no reside en su ciertamente logrado guión (disculpo el pobre final tras haber leído que fue “arreglado” por la censura”), sino en la maestría que hace gala el equipo encabezado por el señor Nieves Conde al plasmarlo en lo audiovisual. El repertorio de detalles que desfilan por la pantalla sólo es comparable a la sensación que se le queda a uno cuando descubre el pastel. Un clímax que llega muy pronto para lo que estamos acostumbrados, pero que ni aun así logra restar un ápice de interés a los minutos que restan para que finalice la obra.
La película alterna dos líneas temporales, siendo el presente inmediatamente desplazado por el flash-back que ocupará casi todo el metraje del filme. Dada la multitud de elementos necesarios que hay que ofrecer al espectador para que éste pueda resolver el misterio, es imprescindible realizar un montaje de calidad como este de Los peces rojos. Impresionante que una película de los años 50, llevada a cabo con pocos medios y además en un territorio que ya de por sí iba atrasado respecto a otros países del primer mundo, goce de tantísimos kilates en su realización. A los ya comentados, habría que sumar una elección de planos verdaderamente eficaz (incluido un bello picado con resonancias Wellianas), una fotografía muy conseguida y, sobre todo, una ambientación excelente; sea en el poco frecuentado hotel gijonés (por definición muy normal, pero que llevado a imágenes da hasta una brizna de terror), en el teatrillo donde trabaja la corista Ivón (no hace falta mucha pomposidad para que estos escenarios resulten creíbles, como ya demostró Los niños del paraíso) o en las calles de Madrid durante la noche, que tienen un cierto eco al más puro cine negro americano de los 40.
Con todo lo dicho, tampoco nos vamos a engañar: Los peces rojos gana bastante gracias al genial y casi inaudito giro de guión que acontece, un volantazo argumental necesario y natural, al que quizá hoy alguien podía acusar de previsible por las pistas que se venían dando (dudo que en los 50 se la acusase de algo así, más bien lo contrario), pero en perfecta consonancia con el espíritu de la película y que contribuye a reavivar esa magnífica construcción del personaje de Hugo, interpretado por un Arturo de Córdova cuyo papel supone una segunda lectura de la obra en clave artística (grandiosa referencia al neorrealismo) y que se convierte por méritos propios en el eje de la obra.
En conclusión, cualquier aficionado a este tipo de películas de la escuela hitchconiana, que plasman en la pantalla un correcto guión de manera magistral utilizando todo un repertorio de técnicas, a la par que mantiene un pulso narrativo con el que es imposible desconectar de la trama, tiene que ver casi de manera obligatoria Los peces rojos, todo un ejercicio de estilo cuyo mérito no sólo está en lo que se ve, sino también en lo que acaeció detrás de las cámaras durante una época en la que desarrollar proyectos así era toda una machada. Si hubiera que mencionar una película que aunara valores artísticos y de entretenimiento por igual, además de ser maldita por definición, Los peces rojos sería la mejor recomendación.
Gracias por esta estupenda crítica, que enriquece aún más mi visionado de ‘Los peces rojos’. Como dice, verdadera ‘machada’ rodar algo así en esa época. Entre lo mejor, esos detalles de la vida cotidiana de Madrid, años cincuenta donde, a pesar de todo, la vida transcurría.