Hiroshi Shimizu fue junto a Tomu Uchida el cineasta que cimentó la leyenda del cine japonés en esos espléndidos años treinta que marcarían el devenir de todo el séptimo arte del país del Sol Naciente a lo largo del siglo XX. No existe un autor más puro que el maestro. Podemos afirmar sin temor a errar que el cine japonés, entendido como una marca de denominación de origen, nació al amparo de la mirada del autor de Ornamental Hairpin. Si bien buena parte de sus compañeros de generación (los Ozu, Mizoguchi, Itoh, Gosho, Naruse y demás maestros del cine clásico nipón) acabarían derivando su mirada inicial hacia un compendio de influencias tanto propias como ajenas (estilizando sus imágenes hacia una forma de comprender el cine que había evolucionado desde sus orígenes mudos) los films de Shimizu se mantuvieron fieles a su forma de expresión original a pesar del paso de los años y de la irrupción de las nuevas técnicas surgidas bajo el paraguas del cine sonoro. Primando esos planos no contaminados de modernidad. Sacando las cámaras a las carreteras y parajes agrestes del Japón de su infancia. Con una clara querencia a la narración bajo la adscripción a la ‹road movie› (punto que le conecta con su amigo Tomu Uchida), pues sus joyas constituían auténticos viajes tanto exteriores como interiores emprendidos por unos personajes con los que resultaba fácilmente simpatizar. Seres sencillos que emergían de la vida cotidiana que simplemente buscaban dar respuesta a las preguntas que todos nos hemos planteado en alguna ocasión. Y siempre explotando las bondades de la comedia incluso para reírse de situaciones deprimentes, haciendo suya esa idea de poner al mal tiempo buena cara.
Quien conozca el cine de este genio detectará fácilmente la presencia tras la cámara de Shimizu al contemplar una nueva perla desconocida de su filmografía. Pues desde el punto de vista técnico sus obras —ya sean mudas o sonoras— son calcadas unas a las otras presentando una serie de paradigmas que descubren a su creador. Estos son: rodajes en escenarios reales. Predominio de los planos generales y medios casi siempre en movimiento tomados en grúa que muestran a una serie de personajes caminando de frente y sin descanso por interminables carreteras sin asfaltar conversando sobre diferentes situaciones que afectan a su tranquilidad. Y por tanto inexistencia prácticamente de primeros planos optando por contra por situar la mirada a cierta distancia del lugar en el que está sucediendo la acción hecho que sirve para embellecer la escena con una profundidad hipnótica que capta el salvajismo de los montes, cielos y edificios propios de la nación japonesa. Cierto abuso de tomas cenitales que muestran a los actores como pequeñas hormigas casi invisibles mientras discuten entre sí. La introducción de unos portentosos ‹travellings› laterales que recorren las estancias de las casas de bambú en unos poderosas escenas de interior que evitan en todo momento construir prolongados planos fijos a imagen y semejanza de las escenas arquetípicas de Mizoguchi por poner un ejemplo. La observación de la infancia como ese refugio añorado al que acudir en momentos de fatalidad, pues muchas de las obras del maestro descansan en protagonistas infantiles o adolescentes. Y la inyección de un sentido del humor limpio, blanco si me permiten utilizar este término, que sopla tímidamente pero con firmeza para empapar de humanismo y fe en nuestros semejantes unas tramas no siempre tan optimistas como cabría esperar.
Bajo esta inquebrantable premisa formal y estética nació en 1948 una de las películas más aclamadas y populares del autor de Chicas japonesas en el puerto, la fascinante y dolorosa (pero también esperanzadora) Los niños del paraíso. En mi opinión esta fue una de las pocas ocasiones en las que el maestro hizo una pequeña concesión artística externa. Pues nos encontramos con una película leal a su época, la de la posguerra japonesa, exhibiendo una nación totalmente demolida arquitectónica como moralmente. Habitada por los despojos de la batalla: soldados solitarios sin un hogar ni una familia a la que acudir, mujeres desamparadas a las que no les queda más remedio que vender su cuerpo para sobrevivir y toda una jauría de niños huérfanos de todo afecto y cariño que malviven mendigando por las calles bajo las órdenes de mafiosos tarados que explotan para su beneficio la caridad que suscita contemplar a un infante muerto de hambre. Todo ello supuso amasar una amplia gama de influencias surgidas sobre todo del cine europeo de posguerra, que igualmente buscaba captar la realidad social más cercana como medicina que emplear para curar las heridas del conflicto. En este sentido se siente la influencia del movimiento neorrealista italiano (con Vittorio De Sica y Roberto Rossellini a la cabeza) y por ello también la conexión con otras obras de enorme poder de convocatoria que germinaron en Europa (como por ejemplo la hipnótica En cualquier lugar de Europa del húngaro Géza von Radványi, cinta fechada en el mismo año que la de Shimizu) en la varita del autor de Nobuko, algo ciertamente llamativo dada la ausencia de influjo foráneo que caracterizó a su cine.
En este sentido la película arranca con un maravilloso montaje en paralelo que nos presentará a los protagonistas de la odisea. Situado en una estación de tren, algo tan poético y ligado al cine. La señal de un nuevo despertar. Comenzar un nuevo viaje tras llegar a una conclusión que hay que dejar atrás. Allí conoceremos por un lado a un soldado desconocido al que no hace falta llamar por ningún nombre concreto que deberá resarcirse de la soledad que entraña haber perdido a sus padres durante la guerra así como a la mayoría de sus amigos (interpretado con un ascetismo magistral propio de un actor no profesional por el misterioso Shunsaku Shimamura). Y por otro a una pandilla de chavales huérfanos desharrapados que mendigan su miseria en busca de un trozo de pan que llevarse a la boca en medio de los raíles de la estación ferroviaria. Ambos, soldado y niños, se encontrarán en la salida del edificio. La picardía revelada por los chavales llamará la atención del soldado, un antiguo alumno del reformatorio La torre de la introspección (excelente guiño de metalenguaje cinematográfico destapado por Shimizu, quien insertará en el guión una mención a su película rodada siete años antes de la protagonista de la reseña, mofándose del olvido en el que había caído su obra a partir de un chascarrillo repleto de humor) que contemplará como los muchachos se encuentran rehenes de un quinqui que los utiliza como una especie de Fagin para conseguir mercancías que vender en el mercado negro.
Sin embargo el amable y emprendedor militar convencerá a los dos cabecillas del grupo de niños para que éstos abandonen a su jefe, emprendiendo junto a él un viaje de norte a sur y de este a oeste por el Japón de posguerra a través de las carreteras y caminos arenosos que sirven de sendero a coches, camiones y demás vehículos que transportarán a nuestros héroes a campos de cultivo, a incipientes industrias madereras que requieren de manos deseosas de trabajar para poder remontar desde las cenizas. Arando campos de trigo. Quemando sus pieles por los efectos del sol que acecha en las salinas. También descansando en las orillas del mar, ese mar que estalla en la cabeza de uno de los pequeños como recuerdo de su madre ahogada cuando éste solo era un niño que apenas soltaba dos palabras por la boca. Y comiendo fruto de los resultados de su esfuerzo en una vida de nómada que no parece llevar a ningún sitio fijo. O sí. A uno. El sueño de nuestro soldado. Poder conseguir el dinero suficiente con el que regresar al lugar de su infancia. Esa torre de la introspección que le formó como persona otorgándole esos valores en los que la bondad, el esfuerzo, el sacrificio y el trabajo sin descanso permitirán alcanzar los objetivos planteados. Una residencia que igualmente aparece como ese paraíso perdido que ampararía a esos niños huérfanos de todo signo de protección. ¿podrán llegar a su destino nuestros tiernos aprendices de Ulises?
La película juega en dos espacios. Por un lado se eleva como una ‹road movie› empapada de ciertas gotas de comedia merced a las pillerías y travesuras protagonizadas por unos niños que tomarán en un principio su viaje en compañía de su nuevo amigo como un juego y por tanto una dimensión ideal para desprender ese aire holgazán y pícaro inherente al universo infantil. Pero poco a poco el juego irá tornando en compromiso. En trabajo en equipo. Sin duda la película se destapa como una oda al trabajo en equipo, a la colaboración y a la responsabilidad como únicos medios para salvar los problemas y obstáculos que impiden nuestro caminar diario. Gracias al pacto firmado por soldado y niños la vagabunda existencia que soportaban éstos será vencida, convirtiéndose en ciudadanos con plenos derechos a disfrutar del jugo y aroma de la vida.
Por otro el de la poesía neorrealista y el tormento propio de este tipo de cine. Merced al empleo de actores no profesionales, de ese rodaje en escenarios naturales (sin palabras el poder documental que desprenden las escenas filmadas en las ruinas de Hiroshima, de un magnetismo que hiela el corazón y el alma, sin duda a la altura de esas imágenes de destrucción y decadencia del Berlín posbélico del Alemania año cero de Roberto) o de la inserción de una subtrama demoledora, de un dramatismo exacerbado. Esta es, la protagonizada por ese niño que había perdido a su madre ahogada en el mar y la de una joven que descubriremos más adelante que se trata una chica que deambula sin rumbo ni destino que abandonará a su joven hermano (Shimizu no lo confirma, pero no hace falta ser explícito para darse cuenta de la relación) en Hiroshima al haber encontrado trabajo como prostituta en Tokio siendo incapaz de esconder la vergüenza que ello la infunde. La secuencia de la despedida entre hermano y hermana es sencillamente conmovedora. Montada con un contrapicado que confronta por un lado en lo bajo de una pequeña montaña que alberga los escombros de un cementerio de Hiroshima al grupo de niños y al soldado y por el otro en lo alto del monte a esa joven cuyos pasos hacia atrás ocultarán su presencia del plano fijo ideado por Shimizu, a imagen y semejanza de un espectro que huye de su sino atormentando el alma de aquél que espera su compañía.
La cinta está repleta de escenas inolvidables marca de la casa Shimizu. Junto a la mencionada en el párrafo anterior, destaco las múltiples tomas en grúa que muestran a los personajes caminando por los caminos pedregosos del Japón rural, siendo particularmente memorable aquella en la que gracias a un prodigioso plano general veremos aparecer y desaparecer a unos niños que tratan de escabullirse del grupo en medio de un puente. Toma de una precisión inapelable como simple muestra de la maestría de quien maneja los hilos detrás de las cámaras. También asombrosa brota la simpática secuencia en la que unos niños están jugando al béisbol al otro lado del río. Chavales que serán espantados por la presencia arrolladora de los protagonistas que cruzarán el río como alma perseguida por el diablo con la intención de compartir juegos con sus pretendidos nuevos amigos (otra vez escena fotografiada con un plano general fascinante e hipnótico). Y finalmente las dos escenas que cierran el film. La emocionante secuencia en la que un niño sube a sus espaldas a su compañero enfermo con el fin de que pueda contemplar su añorado mar en lo alto de una montaña. Capítulo que fue sin duda homenajeado por Imamura en su La balada de Narayama, desprendiendo un realismo y fuerza difícilmente comparable con cualquier otra secuencia que me venga a la memoria. Un esfuerzo que desvelará la tragedia que castiga a los más débiles del eslabón social. Y por fin el segmento que da cierre al film. Inspirador y genial. Que otorga un poco de oxígeno al fatalismo previo que habíamos contemplado. La llegada a la mencionada torre de la introspección. Ulises por fin alcanzó su meta. Y su esfuerzo ha sido recompensado. Los niños tienen un lugar que los acoge. Un horizonte donde la esperanza puede existir para vencer a la muerte y destrucción inherente a la guerra. La vida continúa. La lucha ha merecido la pena.
Todo lo comentado convierte a Los niños del paraíso en una de las mayores obras maestras del cine japonés de todos los tiempos. Una obra fácilmente identificable con su autor. Rodada con ese tono humanista que acaricia los sentimientos más profundos del ser humano. Un trabajo arriesgado de puro cine de autor que obtuvo los frutos buscados. Que no fueron otros que escribir una parábola acerca de la fortaleza de un ser humano capaz de sobreponerse y derrotar esos fantasmas aflorados en su interior. El hombre como centro y foco del universo. En la tez de esos niños desdentados y hambrientos cuyo camino torcido fue enderezado por la expiación de los pecados. Hiroshi Shimizu en estado puro. Un maestro de imprescindible estudio para todo cinéfilo amante del séptimo arte procedente del lejano oriente al que tengo el honor de reseñar para esta web especializada en rescatar cine maldito.
Todo modo de amor al cine.