A lo largo de la historia del cine, muchos cineastas no han corrido la misma suerte que otros compañeros y ya sea debido a factores externos o la propia naturaleza del cine que practicaban, han terminado quedando sólo en el recuerdo de unos pocos. En este primer artículo de la sección Los malditos, os ofrecemos algunos de esos nombres que durante los próximos meses nos encargaremos de diseccionar como bien merecen los cineastas citados a continuación.
Confidencial de Jacques Rivette por Pep S. Ledoux
Jacques Rivette (Ruan, 1928) es el miembro de la ‹Nouvelle vague› menos conocido de ese movimiento cinematográfico rompedor con el cine del momento que tuvo lugar en Francia a finales de la década de 1950. La mayoría de su obra tiene una marcada influencia por parte del arte y su creación (en especial del teatro, aunque la pintura y el circo también han sido tratados como punto de partida en sus argumentos).
En Confidencial (1997) cambia ligeramente de registro (obviando los entresijos de la creación) y se adentra en los terrenos del Thriller y el suspense. No en vano, siempre ha declarado una especial admiración por Alfred Hitchcock, aunque el cine de ambos sea diametralmente opuesto. Sylvie Rousseau (Sandrine Bonnaire), investigadora en búsqueda de una cura contra el cáncer, descubre a través de su hermano que su padre no murió en un accidente sino que probablemente fue asesinado por Walser (Jerzy Radziwiłowicz), la persona que le substituyó en la dirección de la empresa. Preocupada ante la actitud vengativa de su hermano, que está dispuesto a deshacerse de éste, empieza a investigar por su cuenta y se hace con un arma. Pero lo peor está por llegar, en el momento de presentarse ante Walser, forcejeando con el arma, se produce un fatal accidente con la secretaria del empresario. Detalle que lo cambiará todo en unos instantes: la protagonista pasa de ser víctima a verdugo.
El guión, como siempre, corre a cargo del propio director. En esta ocasión recurre a menos elementos fantásticos de los habituales, aunque hay una aparición fantasmagórica que descoloca bastante en un principio. El peso interpretativo recae en una excepcional, como siempre, Bonnaire. Rivette tiene predilección por las tomas muy largas y estáticas, además de un talento innato para colocar la cámara en el lugar exacto, con unos movimientos suaves, casi imperceptibles. La música brilla por su ausencia, salvo en los créditos. La fotografía de Lubtchansky es excepcional. Quizás se le podría pedir al francés un poco de mesura en el metraje (173 minutos). Seguramente, la duración de sus films sea el principal motivo por el cual sigue manteniendo el estatus de director Maldito, un autor a reivindicar.
Los misterios del organismo de Dušan Makavejev por Pablo Mostar
A la hora de otorgarle una etiqueta al cineasta serbio no puedo evitar pensar que le viene como anillo al dedo el termino “maldito”. El más internacional (con el permiso de Aleksandar Petrović) del movimiento conocido como la Ola Negra yugoslava por su pesimismo, humor negro y visión crítica de la sociedad del país, acabó exiliado y terminó dando con sus huesos en una escuela de cine australiana, donde lleva 16 años apartado de los sets y rodajes.
Precisamente el exilio sobrevino gracias a la película más polémica de su filmografía, Los misterios del organismo (W.R. — Misterije organizma, 1971), creada al ocaso de aquella primavera que fueron los últimos años de la década de los 60 en todo el mundo, cuyo sueño se interrumpió en el bloque socialista con los tanques entrando en Praga y aplastando las esperanzas de muchos jóvenes.
En Los misterios del organismo encontramos el gusto por lo irreverente, por unir sexo y política, con una historia del poder sexual como metáfora del esfuerzo colectivo socialista del país oprimido pero feliz, salpicado de imágenes reales cual collage de sesiones de electroshock o incluso podremos ver en pantalla escenas manipuladas donde aparece Stalin.
Yugoslavia alcanzó en esa época su cenit económico y posiblemente su culmen en cuanto a paz social. Makajevev quiere contarnos que esta felicidad esta sostenida en el terror de una dictadura, más suave, amable y simpática que otras (URSS, Corea, Albania… España), que se apoya en la indiferencia de la gente para que sus tentáculos se articulen por toda la federación. Aquí tiene un doble papel el poder sexual de las protagonistas, empeñadas en equipararlo al socialismo imperante en el país para demostrar las virtudes de su desnudez y promiscuidad. Yugoslavia, tan “puramente socialista” (en contraposición a los estados «netamente comunistas» de los otros países al otro lado del telón de acero) no estaba predispuesta a aceptar que la libertad pudiera ser eso, ni mucho menos a aceptar un desnudo frontal como si tal cosa. Me imagino la sonrisa torcida de su director al demostrar de manera rotunda que un país que se escandaliza por enseñar un coño en pantalla no puede ser el paraíso de los oprimidos y la “tercera vía” que su dictador Tito intentó vender al mundo.
La cinta fue prohibida y su cineasta comenzó una suerte de viaje por diversas cinematografías del mundo. Sigue vivo, por Australia, olvidado y maldito.
The Pitfall de Hiroshi Teshigahara por Iván Gallego
Otoshiana (The Pitfall) comienza como un grito desesperado de parte de los malditos. Como mezcla de ficción y cine documental y a modo de denuncia, refleja el descontento y posición política del director, Hiroshi Teshigahara, y de su guionista, Kôbô Abe, con respecto a la difícil situación de los mineros en la sociedad japonesa de los años 60, sin una estructura laboral que contemplara sus derechos. Pero no es esto lo más destacable de la obra de Teshigahara, sino su tratamiento posterior. Con éste mensaje subyacente, se presenta una mixtura de géneros que pasa desde el policíaco hasta el fantástico, planteado como alegoría de la alienación y reflejo del comportamiento humano, así como de las estrategias industriales empleadas por los altos cargos, siempre a favor de la producción.
El realismo que aportan las secuencias documentales en el primer tramo de la película se ve confrontado al acto sobrenatural que, a pesar de lo repentino del mismo, es aceptado por el espectador como pertinente, ya inmerso en la atmósfera general de la historia, de un modo que pudiera recordar a la aparición fantasmal en Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Apichatpong Weerasethakul, 2010). Éste giro de la historia sumerge a nuestro kafkiano pardillo en un enredo en el que nada tiene que ver, un viaje existencial en busca de respuestas sobre su vida, su muerte y su identidad —tema importante en el imaginario del director, que exploraría más a fondo, posteriormente, en El rostros ajeno (1966)—. Otro de los aspectos que define la densa atmósfera de la obra y que no puedo dejar de mencionar es la discordante banda sonora, de manos del compositor modernista Toru Takemitsu. Intermitente, con estridentes vientos y violentas percusiones, crea una tormenta musical que podría asemejarse a una loca improvisación jazzística y que se adapta a la perfección a la psicología de personajes y evolución de la obra. Los elementos surrealistas surgidos naturalmente de la vida cotidiana no hacen más que aumentar la extrañeza general que adopta la narración tras su despegue, jugueteando con contrapuntos cómicos que hacen peligrar la ya de por sí inestable estructura de la obra. Cobra especial importancia la figura del voyeur, característica presente en la figura del asesino impoluto, la dependienta despechada y el niño impasible, representación este último de unos valores humanos corruptos desde los cimientos y pieza clave para la resolución de un misterio que la propia obra decide no concluir.
Happy End de Oldrich Lipský por Cristina Ejarque
En la desaparecida Checoslovaquia, el cine siempre fue un reto en el que la narración lineal y simplista no era una opción deslumbrante. Sus visiones siempre jugaron con las dobles lecturas y el onirismo mediante complejas alegorías.
De todos los autores reseñables que dio su cine se debe destacar a Oldrich Lipský (1924-1986), quien perteneció a una familia muy relacionada con el teatro, por lo que sus gustos se detuvieron para honrar a la sátira y la comedia. Es lo que destilan sus películas, entre las que se encuentra Lemonade Joe (Limonádový Joe aneb Konská opera), una parodia del western que tanto encumbraban los americanos durante los 60. Una dura vida como la de Lipský se merece un trabajo liviano cuando uno se encuentra en libertad, es por esto que se inspiró en las risas, pero no por ello decidió seguir el camino fácil para llegar a ellas.
La muestra perfecta es su película Happy End (Stastny konec), el “Final Feliz” que terminó en 1966, toda una provocación ilustrativa y mental, donde se demuestra que la complejidad es para quien juzga. A medio camino entre la comedia negra y el experimento se relata la vida de Bedrich Frydrych, de profesión carnicero, un hombre con una vida normal a simple vista, con su propio bache en el camino que le lleva a la muerte. La historia puede resultar básica pero el modo de relatarla no, porque lo primero que vemos es su cabeza separada del cuerpo y a partir de ahí seguimos su vida en un ‹rewind› en el que las imágenes se suceden al contrario de las acciones relatadas. Los textos se interpretan en desorden y es así como se consigue arrancar las sonrisas del espectador, creando situaciones inverosímiles que juegan con la estructura del tiempo. Con aspecto similar al cine mudo agraciado destaca su imagen inducida por un tono sepia, que absorbe la vejez de quien relata historias pasadas, que durante este testimonio se limita a convertirse en un renacimiento. El hilo conductor lo soporta la voz en off del protagonista que sitúa el ayer con tal nivel de inverosimilitud que no se sabe si el título desvela el fin o se convierte en una mofa a este proyecto. Lipský se acomoda entre algodones de genialidad con un muerto en los entrantes, ¿final el será cual intuye se?
In girum imus nocte et consumimur igni de Guy Debord por David Bélikov
Platón bautizó al cínico Diógenes como un «Sócrates enloquecido». En In girum imus nocte et consumimur igni («damos vueltas en la noche y en el fuego nos consumimos»; 1978), palíndromo debido a Virgilio, Debord (1931-1994) es un Rimbaud furioso, periférico, que da cuenta de la vida nocturna y clandestina de la París del Montparnasse auténtico, de aquella bohemia que no era el laboratorio estético del poeta, un tanto orgulloso de su desdén exhibicionista, sino una actitud que en última instancia le condujo a una vida que lindaba con el crimen. Concepción filosófica cínica: el pensamiento no se separa ni un instante de la acción, de ahí que el documental autobiográfico funcione como complemento de La sociedad del espectáculo (libro de 1967, documental de 1973: el discurso es idéntico), texto capital para toda la filosofía de los siglos XX y XXI, a despecho de aquellos que manifiestamente lo rechazan. El cine era, para él, un subterfugio, una lamentable forma de evasión que legitimaba la explotación con la compra de catarsis como receta frente a las desgracias; apenas se reservaba palabras amables para Resnais en tanto despreciaba a Godard. En el círculo venenoso que describe Debord, la mercancía es trabajada por el espectador y devuelta a él como despojo, convirtiendo su adquisición en una indignidad. Sin embargo, la manera en que presenta la película adelanta una refutación y su respuesta: pensar permanentemente en las propias miserias es intolerable incluso para el espíritu más fuerte; no existe, pues, un moralismo que conmine siempre a preocuparse por las cosas aparentemente serias, y a ello viene a subvenir la Internacional Situacionista, movimiento literario, soflamistas o conspiradores intelectuales, tanto da, ofreciendo estrategias de reapropiación del mundo, a veces planteadas como asaltos: la ciudad, la vida, las relaciones, aquello que se eche de menos o aquello que se desee, convertido en una aventura permanente. El malditismo de Debord —y no puede olvidarse que el malditismo nace en París, con Baudelaire— es la afirmación de sí mismo: desaparecer, antes que dejarse sobornar por el poder. El obituario que le dedica a París es profético: ya no existe ni como postal. A lo sumo se recuerdan escenas de Becker o Carax, que retornan al consumidor, una vez más, la tremenda “mentira organizada”.
En el globo plateado de Andrzej Zulawski por Rubén Collazos
Cuando uno habla de cine maldito es inevitable echar la mirada atrás y pensar en la obra que suponía el regreso de Andrzej Zulawski a su Polonia natal, En el globo plateado. Dos años de rodaje y un 80% del film completado se vieron interrumpidos con un cambio en el gobierno polaco y, a partir de ahí, decorados y vestuario quedaron destruidos, así como el proyecto cancelado, devolviendo a un Zulawski que poco podía hacer, más allá de intentar preservar lo rodado hasta el momento, a una Francia de la que había vuelto gracias al éxito de Lo importante es amar, precisamente para rodar un proyecto en el que el gobierno le daría total libertad, que derivó en su En el globo plateado. Diez años después, con la llegada de la Perstroika, Zulawski regresaría de nuevo a Polonia pero, ante la imposibilidad de terminar su película por factores más que evidentes —miembros del reparto habían muerto, la imposibilidad de reconstruir los mismos escenarios otra vez, etc…—, decidiría tomar todo lo que tenía y montarlo con una voz en off explicativa para los pedazos que nunca pudieron llegar a rodarse y así terminar obteniendo el montaje final (y único) de lo que a día de hoy conocemos como En el globo plateado.
Sumergiéndonos en la obra y dejando a un lado ese halo maldito que la rodea —del que resulta imposible desprenderse totalmente ya que está implícito en la propia cinta—, En el globo plateado es una adaptación de la saga La trilogía lunar, una trilogía que su tío-abuelo escribiera entre 1901 y 1911 para terminar siendo registrado en el celuloide a modo de arrebatada y desquiciada odisea que retrata el relevo generacional de tres astronautas que llegan a un planeta en el que se terminará instaurando una raza primigenia en la que confluyen lo más tribal y bárbaro de la propia raza humana para terminar hablándonos de nuestra propia condición a través de soliloquios que rozan el delirio y son casi regurgitados por personajes que se mueven entre la caótica y desquiciante atmósfera como si fuese su último resquicio de cordura. El tono azulado y frío que acompaña, los sintéticos pero acompasados movimientos de cámara, la (a ratos) turbulenta banda sonora y un fondo que no escatima en simbologías —religiosas, en especial— redondean una de esas obras maestras que resultan tan malditas como enajenadas.