Uno no es el mayor partidario mundial de Friedrich Nietzsche, pero hay que reconocer que el filósofo alemán tiene algunas citas estupendas. Me viene a la cabeza esa que dice «Nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad». La soledad es arte. Crea artistas estupendos que transmiten su desasosiego precisamente por no tener a nadie a su alrededor. En artes plásticas, con Munch, por ejemplo, en literatura con Chandler y ese lobo solitario que es Philipp Marlowe, o incluso en el séptimo arte. Películas como Night Train de Diao Yinan, o Gigante de Adrián Biniez, muestran a las claras conceptos de la soledad entendidos por diferentes cineastas.
La debutante Claudia Saint-Luce apuesta en Los insólitos peces gato, por dar su propia visión de este sentimiento tan humano. La historia, muy simple, es un contraste: el contraste de la vida de Claudia, Ximena Ayala, una joven solitaria, que, al contraer apendicitis, acaba compartiendo habitación de hospital con Martha, Lisa Owen, y su bulliciosa familia compuesta por cuatro hijos que no la dejan sola.
La contraposición de ambos personajes y sus situaciones personales, las relaciones de intimidad que se entablan entre dos personas que comparten enfermedad y esperanza a partes iguales. La sutileza del toque femenino que aporta su directora a esta historia con tintes y matices autobiográficos le da mucha profundidad: tanto por los caracteres de los personajes, muy bien construidos (los dos principales de forma soberbia, y todos los secundarios bastante bien delineados) que encarnan diferentes actitudes vitales, como por los temas que trata (¿Comedia dramática? ¿Drama familiar? Difícil de definir), o por la fina línea, a veces muy poco definida, entre realidad y ficción en este largometraje.
Cabe destacar especialmente al personaje de Martha, pues, aunque se muestra como la contrapartida de la soledad (madre familiar, con cuatro hijos, siempre acompañada) representa otro tipo de soledad, que es la soledad que tiene uno para con su propio cuerpo. Más bien, la conciencia de la individualidad. Esa frase tan de Lost de «Vivir juntos, morir solos». Parece que la cineasta novel transmite que todos acarreamos nuestra cuota de soledad, y que en algún momento tendremos que caminar solos, por mucho que nos esforcemos en evitarlo.
Y es que, como venimos diciendo desde el principio, la película es un fiel reflejo de lo que es la idea de soledad, pero también esconde muchas más cosas. Habla de la resignación y el cariño, de la lucha y la esperanza, de los vínculos, de los lugares, del poder del cuerpo. En una historia con marcados tintes tristes, Sainte-Luce nos lleva de la mano por una narración que es como un paseo agradable y suave, un recorrido que nos transmite mucha positividad aunque acabe en un lugar que es como un valle de lágrimas.
A destacar también algunos aspectos técnicos, tales como la fotografía, muy cuidada. Por contra, quizá ese paseo tan suave, esa manera de contar tan desenfadada, le quita algo de fuerza al mensaje que se quiere transmitir. Con un poco más de fuerza dramática impulsada, el poder solitario, o la fuerza de este sentimiento, podría haber alcanzado unas cotas brillantes, soberbias, haber sentado cátedra. Sin embargo, su fuerza se diluye ante la mediana condescendencia que muestra la directora por sus personajes, valorando mucho sus actitudes, pero dándoles una actitud paternalista.
En cualquier caso, una ópera prima que nos hace estar atentos a los próximos trabajos de Sainte-Luce, y una de las propuestas más recomendables que llega del continente sudamericano en la primera mitad de este año.