El primer largometraje de Guillermo Benet, que tuvo su ‹première› en el Festival de Cine Europeo de Sevilla, deslumbra por su frescura e innovación formal dentro del cine patrio. Partiendo de la privación tanto de estímulos como de información, Los inocentes es una película acerca del silencio tras los gritos. Desde un principio se nos niega la audición; unas palabras que no podemos oír debido al volumen de la música en una sala de conciertos serán el inicio de una sordera y también ceguera posteriores, pues la película de Benet se basa en lo que no se ve para crear un conflicto interno en un grupo de amigos y sus propias conciencias.
En una casa okupa de Madrid donde se celebra un concierto de rock tiene lugar una reyerta policial que acaba con un agente muerto. Tres son las personas que han estado tirando piedras tras huir de las cargas, pero ninguna ha sido aprehendida. Entre la tensión que acompaña al seguimiento individual de cada personaje y lo subjetivo de sus miradas no se nos muestra ningún policía ni ninguna carga; solo el hecho de ver el humo, oír los gritos y ver gente correr es suficiente… Los inocentes es un dispositivo de seguimiento personal que se divide en fragmentos para terminar en una conclusión muy abierta. Desde el uso del curioso e innovador formato de la imagen (vertical, aunque no tanto como la de un móvil) hasta los errores de ‹raccord› voluntarios, la incertidumbre funcionará como detonante de desconfianza y temor. En el grupo de amigos (cuyos nombres ilegibles, recortados por arriba y abajo, serán los títulos de cada parte) se respirará una fuerte unión inicial (la de la batalla) que poco a poco devendrá nerviosa situación de confrontación. Reunidos en la casa del primer chico, que nos brinda su mirada, intentarán unir las piezas del suceso con la ayuda de la hermana de una de ellos (presumiblemente abogada) que también estuvo en el concierto. Su tarea detectivesca se reducirá a la más absoluta pérdida de tiempo tanto para ellos como para el espectador, que se verá privado de la verdad, sustituyendo lo objetivo, borrado del mapa, por lo subjetivo del momento. Cada cual cree haber visto una cosa y así lo muestran los susodichos capítulos que funcionan como el ejemplo perfecto de “punto de vista” personal e intransferible.
Lejos de dar sentencia tanto a las acciones de un cuerpo de policía que jamás se enfoca o a la acción homicida (en defensa propia o vandálica, según a quién se pregunte), Los inocentes se propone como un ejercicio límite a nivel visual y sonoro. Uno que habla de la culpa y de justificación desde la ocultación de elementos clave que cualquier procedimental debe tener, para acabar consiguiendo un aura documental mucho más cercana a la realidad. No hay pistas que seguir, nada que desgranar. La experiencia de las relaciones que se mantienen esa noche para esclarecer un asesinato y “salvar el cuello” responden al terreno de la condición humana. Inútil buscar víctimas o culpables pues todos lo son, de una manera u otra, y el hecho de no regodearse en ello es una prueba más de la grandeza de la película. En Los inocentes lo que más cuenta es lo que no se ve y aun así lo que vemos es lo único que hay. Cada cambio de plano que se resuelve de diferente forma en escenas idénticas conduce a una nueva interpretación de la realidad, a un nuevo diálogo que trastoca la anterior visión. Y así, tanto los personajes como el espectador pueden despedirse de cualquier tipo de iluminación que esclarezca el asunto. ¿Qué nos queda pues? La disociación de un mismo instante, la relatividad de un hecho y la certeza de que hay un cadáver. La evolución de cada uno de los personajes que no hace falta psicologizar para dotarlos de realismo, los detalles y el ritmo. Los choques brutales entre las diferentes versiones, la forma abismal y nueva en su repetición infinita… esto, y el hecho de que lo abrupto dé paso al debate más interesante de la ficción española reciente.