Ante todo, es indiscutible que Los increíbles posee los ingredientes básicos para construir una pieza cinematográfica competente y madura: ritmo narrativo, proximidad y por encima de todo, personajes. El buen empleo de estos tres elementos convierte el primer largometraje de David Valero en una película tan hermosa como seria, tan cercana como carente de sensiblería en la que se nos muestra cómo todo ser humano guarda un fascinante mundo interior cuyo descubrimiento posee interés suficiente para impresionarnos y emocionarnos sin necesidad de adornos ni artimañas narrativas. En resumen, estamos ante las vivencias de tres personajes que nos demuestran que la propia vida cotidiana contiene elementos suficientes para convertir nuestra existencia en una aventura apasionante. En este sentido resulta muy revelador el título escogido para la cinta: podemos entender la película como una reivindicación de la personalidad en tanto que arma destinada a combatir las adversidades de la vida.
Lo que más sorprende de Los increíbles es la facilidad con que traspasa el tentador circo sensacionalista que podría ofrecer su premisa para centrarse exclusivamente en el crecimiento psicológico de sus personajes. Una anciana de 94 años que tiene como único objetivo seguir viva, un hombre cuya discapacidad física parece haberlo condenado a la soledad y una madre de familia víctima de un cáncer desarrollado. Estamos ante un culebrón que casi tiene vida propia, y aun así, Valero demuestra no estar interesado en él desde el primer fotograma. De hecho, transcurridos apenas unos minutos el director logra convertir las discapacidades de sus protagonistas en hechos circunstanciales y nos convence para que nos centremos en sus vivencias antes que en sus conflictos materiales. Es así como entendemos que las adversidades con las que chocan los protagonistas sirven para hacer aflorar en su máximo esplendor al verdadero personaje principal de la cinta: la cotidianidad.
Una cotidianidad que es posible gracias a la cercanía que logra el director hacia dichos personajes, algo francamente fascinante teniendo en cuenta que no encontramos ni una sola entrevista en todo el metraje. Durante la aventura compartimos con Juan (Ala Rota) sus íntimas confesiones ante la cámara, acompañamos a María (La Dama de hierro) en sus ejercicios gimnásticos diarios y somos testigos del vértigo que supone para Joana (La Mujer Radioactiva) contemplar jugar a sus dos pequeñas hijas, representantes del futuro que ella tal vez no pueda ver. Descubrimos la cotidianidad de todos ellos sin violar su intimidad, compartimos su dolor sin regodearnos en él, disfrutamos sus momentos alegres sin que la película se convierta en un ingenuo cuento de hadas. En pocas palabras, se trata de un documental que transpira sinceridad, tanto por la capacidad de transmitir por parte de los personajes como por la modesta aunque segura forma con que David Valero trata y relata los acontecimientos.
Este film todavía contiene otro elemento deliciosamente planteado e imprescindible en cualquier trabajo que tenga por objetivo retratar la vida cotidiana, esto es, las relaciones humanas. Y también en este aspecto consigue resultados sorprendentes, pues la transparencia que alcanza la cámara de Valero al introducirse en ciertas situaciones de carácter tan personal parece un logro casi imposible. Son ejemplos la conversación que mantiene María con su yerno acerca de la muerte (según éste, ella lleva ya demasiado tiempo viviendo, algo que menciona con naturalidad y sin pizca de malicia), las banales pero entrañables conversaciones que tiene Juan con su amigo (reflexionan con despreocupación sobre la inminente llegada del fin del mundo) o las incómodas discusiones entre Joana y su marido (todas ellas motivadas por la cruel incertidumbre que supone para ellos plantearse el futuro). Son diálogos a través de los cuales se entrevé la punta del iceberg que es la existencia de los personajes y que pueden entenderse como un resumen satírico de la propia vida.