A Jonás Trueba la pasión por el cine le viene, sin duda, de familia. Sobrino de David e hijo del oscarizado Fernando, era más que evidente que este aún joven realizador seguiría los pasos de sus más insignes familiares, guardándose un as en la manga para demostrar, más pronto que tarde, no solo el amor que le procesa al séptimo arte del que tantos años lleva mamando, sino también homenajeando a su propio padre por su labor y sus enseñanzas. Un homenaje iluso.
Su film iniciático, Todas las canciones hablan de mí, ya nos anticipaba y nos revelaba a un cineasta degustador de miniaturas y detalles, introspectivo y poético, absolutamente enamorado de una ciudad: Madrid. A través de su película, nos acompañaba de la mano por los rincones más bellos y enigmáticos, por sus misteriosas calles, por sus puentes. Fotografiando cada porción de ambiente y de rutina con fogosa debilidad y sirviéndosela al espectador para que también pueda impregnarse de su candoroso viaje. La propia portada del film bien podría hacer alusión directa a Manhattan y el homenaje personal de Woody Allen.
Esta película presentaba las bases de un cineasta comprometido, de mirada serena y nostálgica, reflexivo a la par que servidor de un bien mayor que el de entretener audiencias a través del celuloide. Trueba ha mantenido y pulido con madurez estos planteamientos y nos ha regalado con Los ilusos un pequeño canto de amor extremo al cine y a todos los que lo disfrutamos tanto como él.
Los ilusos supone una crónica vital, ligera y experimental, no tanto como tributo al cine sino como la acción de hacer cine. Sobre cómo pasa la vida a nuestro alrededor, trayendo desesperanzas, alegrías, borracheras y enamoramientos fugaces, mientras un puñado de locos artistas, viviendo en periferias geográficas y creativas, creen que su talento les dará de comer. Jonás Trueba, por lo tanto, parte de una premisa de desencanto para realizar esta película. Argumenta que cada día que pasa resulta más difícil y frustrante abrirse camino en este área, siendo cada vez menos las esperanzas depositadas y las glorias recibidas. Este sentimiento de frustración e impotencia actúa como cadencia en un relato en el que un precioso blanco y negro registra todo aquello que una película convencional asumiría e igualmente desecharía: los constantes tiempos muertos de un rodaje y de nuestra vida, los momentos vacíos, los paseos en busca de una inspiración que no llega, el martirio, la ausencia. La vida.
Manifiesto de la imperfección y la espontaneidad, sin guión ni preparación de producción. Cine arrojado a la deriva artística y flanqueado por una absoluta libertad de expresión respetando, qué duda cabe, referencias y alusiones cinematográficas, más como crítica que como elogio. Crítica ante el sentido de perfección en la ilusión metafílmica, ante el distanciamiento de la vida el pos del lujo del espectáculo, ante lo convencional y previsible que, de tantas veces visto y oído, ya no aporta absolutamente nada.
Vivir rodando bajo noche americana en un cine llamado Paradiso, podría concluirse a modo de juego inmersivo-alusivo. Una propuesta tan radical, libre y despojada del sentido más etéreo y frugal del séptimo arte que se acaba por antojar una suerte de documental o diario fílmico, oportuno heredero del ‹Free cinema› o de las experiencias de creación cinematográfica de la vertiente experimental apadrinada por los Jonas Mekas y Robert Kramer, entre otros.
Esas referencias no solo son relevantes en su germen y realización sino también en su distribución y exhibición. Jonás Trueba se muestra continuista de la corriente de realizadores que solo hacían una copia de su película e iban con ella a los pocos lugares donde se proyectara, acercando la experiencia a un terreno íntimo y elitista de adoradores extremos de lo alternativo, como sentir creativo y como estilo de vida. También como transmutación teatral del artista y su gira de presentación de su obra, ya que esta no va jamás a lugares a los que su propio creador no pueda ir. El propio Trueba ya era consciente, mientras rodaba la película, que los circuitos comerciales de exhibición no darían dos duros por una cinta de estas características. En la asunción de esa renuncia es donde ha encontrado mayor satisfacción.
Propuesta fílmica, por lo tanto, indiscutiblemente a reivindicar por su condición de ‹rara avis›, comprometida por su afán de exploración del lenguaje cinematográfico, confín donde solo los más valientes y los más apasionados se atreven a entrar y explorar.