Una de las grandes virtudes de Ti West, y probablemente una de las causas de ser uno de los grandes referentes del terror actual, es su propensión estilística a jugar al gato y al ratón con las expectativas genéricas de sus películas. No, no se trata de hacer una comedia que en un punto de giro extraño se convierte en un slasher sangriento, no. En este sentido West es sincero, el planteamiento, los pilares argumentales pertenecen sin duda a los horror films pero es su tratamiento, su distanciamiento hasta cierto punto irónico, lo que hace que tengan un aire de laconismo distanciado.
De lo que se trata es de cocer a fuego lento la historia, de crear la atmósfera adecuada y no caer en la tentación de jugarlo todo a la aceleración efectista o al metalenguaje versión poscraveniana. En esta historia de casas encantadas y “cazafantasmas” nerds hay una necesidad no tanto de jugar las cartas sino de descartarlas, de depurar elementos hasta el final. En este sentido la minuciosa descripción, no exenta de un humor de la cotidianidad, tanto de los personajes como del hotel donde se desarrolla la acción, sirve para crear las interconexiones necesarias para que se configure un universo compacto, que poco a poco deja de ser un curioso nido de descastados a algo más similar a un claustrofóbico e irreal espacio de encierro.
El hecho de ser una película construida desde, en muchas ocasiones, la anécdota o la digresión puede generar una cierta sensación de estar ante lo que podríamos denominar un cine de la inacción. Nada más lejos de la realidad. Son estos eventos presuntamente intrascendentes los ladrillos de un todo que se edifica con precisión milimétrica, con paciencia quirúrgica. La finalidad, y a ello también contribuye un look reconocible como contemporáneo y a la vez extemporal, es que ese cine de la nada devenga por momentos en fotograma de la inquietud, en el alargamiento de planos vacíos que piden a gritos proyectarse en el futuro, pero qe permanecen congelados en un presente angustioso que nunca acaba de desaparecer.
En el fondo lo que busca Ti West es algo así como mecer a su espectador potencial en una cadencia de suave inmersión en la puesta en escena para a continuación conmocionar al espectador a base de un casi indetectable encabronamiento paulatino, de llegar a un punto climático donde el horror no espante per se sino por la sensación de no saber como se ha llegado a ese punto álgido de un miedo que, no solo parece gritar en una explosión sonora considerable, sino que es casi palpable, material.
Ti West hace de su cine un manual de la mecánica del miedo. Nos hace partícipes de aquello que puede espantar a sus protagonistas ocultándolo a plena vista. Sí finalmente The Innkeepers funciona es básicamente porque no hay sorpresas, solo la revelación de que aquello que no entendíamos, el extrañamiento visual, no era otra cosa que el mal esperando su oportunidad que inevitablemente llega. Sí, The Innkeepers podría considerarse terror determinista, cine de lo inevitable, pero sobre todo una película que describe como pocas la deconstrucción del miedo auténtico, del frío y gélido vacío.