Llevo un rato mirando fotos de hongos. Busco esa similitud entre dos jóvenes desgarbados que deciden perderse en la vorágine callejera con esos organismos que aparecen entre la humedad expandiendo sus formas ante el antojo del tiempo. Creo que soy capaz de verla, pero no consigo expresarla.
Me remito pues al retrato que ha creado Óscar Ruíz Navia con estos dos hongos, en pleno crecimiento que consiguieron incluso el Premio Especial de Jurado en Locarno el pasado año. Ellos dos son Ras, moreno, skater convencido y Calvin, prácticamente imberbe, estudiante en la Facultad de Bellas Artes. Ambos se mueven por Cali mientras su entorno se agita a otro ritmo totalmente distinto.
Dos jóvenes sin mayor preocupación, en apariencia, que tatuar paredes vírgenes con su arte en plena ebullición, pero que se ven envueltos en una sociedad confusa y caprichosa, con un orden preestablecido que no casa con su revolución personal. La pintura es un modo de fugarse de sus problemas, y un punto de compromiso con su vida.
El director parece querer diferenciar a ambos muchachos otorgándoles una vida distante entre ellos, algo problemática, pero sin mayor necesidad de dramatizar su relación. Ras es pobre, silencioso, sin el apego necesario por un hogar, pero con el respeto expreso a una madre aferrada a la religión. Calvin es amable, con una familia desestructurada y una abuela a la que venerar, invitado a cuidar y ser cuidado por ella.
Partiendo de aquí, nos muestran a pinceladas su mundo, para luego mezclarlo y fusionar su mensaje, como ese gran mural que consiguen pintar en un ataque directo al gran sistema babylon, o una simple entrega de arte que compartir con todo aquel que pase por allí —ese doble juego que siempre ha dado el graffitero anónimo—. Encontramos similitudes en distintos puntos de la película, como cuando la madre de Ras le cocina a su vuelta un solitario huevo en un primer plano a la sartén, para más tarde encontrar a la abuela de Calvin cocinando una tortilla de verduras para los jóvenes en otro asalto a la cercanía del recipiente, gritándonos en realidad que no hay soledad para estos chicos, que alguien les espera y les protege a su vuelta, que el vínculo con esas madres es mayor de lo expresado. También hay un espacio muy amplio que se rellena con cualquier estilo pictórico, como un homenaje en sí mismo a este arte que tan bien congenia con el movimiento del cine. Los graffitis que se visitan, las clases de pintura, incluso simples planos que fijan la belleza del entorno —esa deliciosa casa amazónica en la que se centra un televisor—, unidos a simples bocetos o gente trabajando en ellos.
Hay algo que siempre nos han advertido: en la mesa no hables de política, religión ni enfermedades, y directa o indirectamente son los que envuelven de realidad a los dos protagonistas en todo momento. La nueva elección en la alcaldía o las continuas referencias religiosas, cuando tanto familias como conocidos se encuentran implicados en ambos temas, y la enfermedad de la abuela, otro síntoma de viveza, son el conflicto que nos indica un lugar, un momento en el que basar la historia.
Por lo demás los jóvenes disfrutan de su recién adquirida libertad, su paso por el mundo durante unos días en los que sienten crecer su arte, y nada más. La bucólica imagen final nos invita a reducir todo lo ocurrido a la naturaleza propia del humano, un soplo de aire fresco que nos convierte en seres infinitos y arraigados a la tierra. Sólo por esos certeros guiños visuales, la yayita (personaje del que me he enamorado) y sus pequeños pero placenteros arranques de humor, Los hongos es una parada necesaria en nuestras ajetreadas vidas.