Los hiperbóreos (Joaquín Cociña, Cristóbal León)

Los directores chilenos Cristóbal León y Joaquín Cociña van proyectando resonancias con cada vez más repercusión e interés internacional desde que dirigieron en 2018 su primer largometraje La casa lobo, una fábula tenebrosa, profundamente creativa y desbordada de ingenio en torno a la cruel Colonia Dignidad de Chile, al que siguió Los huesos (2021), también inmerso en la animación con tintes tétricos y políticos. Resultado de una trayectoria previa con experiencia en cortos, trabajos audiovisuales y vídeos musicales dirigidos para artistas que prefiguraban una obra que despliega tanta inventiva, como rebosa imágenes inquietantes que circulan entre el asombro y lo sugerente. Imágenes de una plasticidad que bebe de imprescindibles de la animación y el ‹stop motion› como el pionero Charley Bowers, Yuri Norshtéin, Vladislav Starévich, Hermína Týrlová o Karel Zeman, todos descendientes de los incunables e irreductibles Méliès y Chomón. Plasticidad con contornos similares y correspondencias con Jiří Trnka y sus marionetas (muy recurrentes en su filmografía, y en especial en Los hiperbóreos), con Jan Švankmajer y la negrura surrealista de su versión de La caída de la casa Usher de Allan Poe, su explosión imaginativa y texturas, así como con la implicación ante el horror de Walerian Borowczyk en Les jeux des anges.

Pero esta pareja creativa va más allá de lo puramente animado, dotando de un bizarro surrealismo que eclosiona en cada plano, de un cine experimental que juega a la “belleza de lo macabro” (válgame el oxímoron) sumergiéndose en la historia de su país, Chile, revistiendo de una pátina oscura y amarga los acontecimientos más vergonzantes alrededor de la dictadura chilena, los abusos sexuales y torturas de una secta, representantes políticos controvertidos que resucitan o lo filonazi de esta última. Según los directores: «Pensamos divorciar a Chile de esta herencia maldita que lo hace dependiente de que el poder esté tan asociado a la oligarquía». Y en ese sentido político (aunque con tonos diferentes) entronca con otros trabajos del mismo país como Bestia (2021) de Hugo Covarrubias, que relata la vida de una agente de la policía secreta de la dictadura militar chilena, o El conde (2023) de Pablo Larraín, que juega a la sátira sobre lo siniestro y fantasioso de un Pinochet sobrevolando vampíricamente.

Los hiperbóreos fue presentada en la última edición de Cannes 2024 en la Quincena de cineastas, siendo catalogada allí como un ovni; y es que la singular forma de concebir el cine, o la animación en particular —por más que sean deudores de los anteriormente citados— es muy insólita, desgajándose de otras iniciativas coetáneas, hablando con voz propia a través de imágenes sin igual, muy sorprendentes, con contenido político. Confeccionadas huyendo de lo digital, tirando de lo tradicional, lo elaborado, para crear atmósferas oníricas e irracionales mediante formas grotescas, incómodas de ver y nada benevolentes, a los que se une un guion con sobresaltos, bizarro y, por momentos, complicado de seguir. Reivindicación del cine de animación puro, manual, edificado sobre la paciencia, la lentitud del proceso, lo deliberado y caótico a la vez. Una historia, la de esta última película, que bascula entre la puesta en escena teatral (en los esqueletos de sus trastiendas, lo perturbador de sus tramoyas, con el material de pinturas y marionetas esparcido fantasmagóricamente por todos los habitáculos abiertos a modo de taller del Centro Cultural Matucana 100, donde fue filmado y expuesto para el público) y una pesadilla visual narrada como si de un cuentacuentos se tratara por la actriz chileno-germana y psicóloga Antonia Giesen, con viñetas diseñadas en distintas estancias a recorrer durante el metraje.

El resultado de esta película, que apenas sobrepasa la hora, tiene momentos impactantes, algún otro de aturdimiento por la cantidad de información que se proporciona o el constante proceso mutante del guion, pero termina ganándote por lo visual, que es el fuerte de este tándem.

Por lo poderoso de sus formas visuales y su óptica privilegiada, que aquí son más “austeras” que de costumbre, introduciendo un cromatismo en que ganan los grises de los decorados teatrales y las marionetas con caras luctuosas (similares al corto realizado para la cantante PJ Harvey, de 2023), impávidas, que no dejan indiferente y que te sumen en una continua sugestión.

La introducción de una persona real como conductora, la hibridación de cuerpos humanos con caras de muñecos que comparten espacio con sus habituales seres animados, personas que se vuelven muñecos, títeres, cabezas de los directores articuladas, ‹stop motion›, dibujos como fondo de escenario y seres estrambóticos, ofrecen un ‹totum revolutum› imposible de olvidar. Una evolución con elementos menos específicos de la animación en sí, que refleja más realismo que en trabajos anteriores, pero confeccionados con su habitual surrealismo. Asimismo, se intercalan espacios claustrofóbicos de ciencia-ficción y tecnología con aire retro intercalados con planos con ecos de Lotte Reiniger muy magnéticos.

Todo un entramado visual inhabitual y experimental, vehículo de provocación sensorial para verbalizar plásticamente un cuentacuentos para mayores a caballo entre el metacine, lo psicológico, lo pesadillesco en la recreación de la historia de Chile (país azotado por la inercia de la dictadura de Pinochet), el crimen impune, el olvido, o la construcción de un presente con muchos ecos de la barbarie. Relato sobre una película robada, un guion que surge de un paciente de Antonia, ‘el Metalero’, que escuchaba una voz interna cuyo origen era del mismo Miguel Serrano, un escritor, aventurero, diplomático y filósofo del cual una parte del metraje se destina a su biografía. Un personaje controvertido, amigo de Herman Hesse y Carl Jung que se convirtió en pro-nazi y defensor de una supremacía blanca, además de un ocultista que defendía que Hitler no se suicidó, sino que se refugió en la Antártida en un paraíso verde. Un lugar ignoto donde habitan los “hiperbóreos”, seres superiores con pelo dorado y piel de pétalos de rosa. Datos que nos van exponiendo y que van creciendo de forma errática, desdoblándose o triplicándose ante nuestro estupor hablándonos de una película potencialmente peligrosa, de la conversión de Antonia ahora en carabinera impelida a encontrarla por Jaime Guzmán (saldría también el senador en el corto Los huesos, 2021, donde asimismo fabulan con la existencia de la primera película de ‹stop motion› en 1901) que le habla desde un monitor en un escenario con sabor a cine mudo, al laboratorio de George Méliès con aires futuristas.

El redactor de la Constitución de 1980, el fundador del partido UDI, el colaborador estrecho del dictador Pinochet, resucita en esta fábula deconstruida, da forma a otra de las intrahistorias originadas en un intrincado y laberíntico guion que va enclaustrándose hacia la historia personal de la psicóloga en Alemania cuidando a sus padres enfermos (inquietante la habitación y las camas donde yacen), la cual es considerada una hiperbórea pura, por su condición de chilena y alemana. Continuará una búsqueda por la nieve en una zona abstracta y turbadora que confluye en las cabezas exentas de nuevo de los dos directores, convertidos en villanos irónicamente con vuelta circular al inicio donde la cámara se va alejando escuchando una música envolvente, confluyendo en el silencio. Un mutismo para inducir a la reflexión que cierra este cuento a caballo entre lo macabro, la memoria, el humor negro y que alarma sobre los latidos del pasado que reverberan con fuerza en el presente, traducidos en una deriva preocupante de la sociedad hacia la ultraderecha en muchos países.

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