El núcleo familiar ha ido aconteciendo cada vez con más fuerza uno de esos elementos inherentes al cine de terror, ya sea por la implicación que puede poseer el plano afectivo en los posibles contextos que provee, o por lo intrincado, incluso soterrado, de unos vínculos siempre dispuestos a llevar esa representación a planos muy distintos. Joko Anwar vuelve al horror más puro en Los hijos de Satán después de coquetear con el drama romántico en A Copy of My Mind y realizar una extraña mixtura genérica en Modus Anomali, y lo hace dirigiéndonos a un territorio conocido: la muerte como percutor en un marco que invoca lo sobrenatural, aunque termine manifestándose desde una vertiente que no apela a ese componente de una forma primigenia, más bien lo hace al encontrar en lo familiar el resquicio de duda pertinente para llegar a susodicho terreno.
En ese sentido, el cineasta indonesio se resguarda en un horror de mimbres clásicos, expuesto por el empleo del fuera de plano, el jugueteo con los elementos presentes en pantalla y la alusión al sonido/imagen desde la cual proyectar el origen sobrenatural al que dirige su mirada —un poco, por buscar un referente cercano en el tiempo, a la manera en que Wan consiguió sublimar su cine en films como Expediente Warren o Insidious: Capítulo 2, aunque salvando las distancias, claro está—. Los hijos de Satán se resarce así quizá de un relato que posee los recovecos necesarios, pero tampoco explota vías novedosas y se dirige más bien a caminos ya andados, y lo hace componiendo secuencias que nos sumergen en ese Tren de la bruja que puede ser en ocasiones el género, aunque siempre contemporizando y otorgando la importancia apropiada al nexo entre sus distintos personajes.
La puesta en escena se sucede así como uno de los ingredientes centrales desde los que desentrañar un film en el que, más allá del modo de formular un terror expuesto con convencimiento y una direccionalidad muy clara, sobresale la búsqueda en la que reforzar los diferentes lazos forjados entre sus protagonistas, hallando de esa forma un sustento mediante el cual poder trazar el arco necesario en el que proyectar sus intenciones. La clara seña, en definitiva, de que Anwar posee, además de un afinado sentido para releer las claves del cine en que se proyecta, una concepción concisa de hacia donde dirigir el relato y cómo ir aportando matices, por más que estos en alguna ocasión se sientan demasiado presos de la condición de la propuesta e incluso terminen incurriendo en una sensación de déjà vu que, por suerte, nunca se materializa de manera muy manifiesta, obvia y, por ende, molesta.
El ejercicio del autor de The Forbidden Door se siente con la suficiente virtud como para que nos encontremos ante un producto disfrutable, tan capaz de obtener estímulos en el ‹jump scare› como de hacerlo explorando los rincones de un género en el que en todo momento parece sentirse acomodado Anwar. Esa parcela donde no pocos cineastas suelen pinchar en hueso por lo manifiesto de la misma, es manejado en todo momento por el asiático con una solvencia que, sin embargo, no se refleja en un último acto en el que probablemente el anhelo por atar demasiados cabos —e incluso la carencia de soluciones más productivas en algún caso para concretarlos—, así como la construcción de ciertas secuencias algo por debajo de lo mostrado hasta entonces, socavan las posibilidades de Los hijos de Satán, que pese a ello se alza como un anexo inferior pero verdaderamente gozoso si de lo que se trata es de desconectar durante poco más de hora y media en uno de esos terrenos que, de tantas veces visitados, pocas ofrecen alternativas tan tentadoras como la que nos ocupa.
Larga vida a la nueva carne.