Un escritor se dispone a escribir su nueva novela. La acción se sitúa en una casita emplazada en una zona muy tranquila de las cercanías de París, rodeada de naturaleza y sin más ruido que el cantar de los pájaros. Allí, un hombre le pregunta a una mujer sobre cómo fue su primer encuentro sexual. Nace entonces un largo diálogo sobre recuerdos de amor y sexo que el escritor irá desgranando en su máquina de escribir, aunque en ocasiones llegue a confundir su propia realidad con el relato que tiene entre manos.
El veterano cineasta alemán Wim Wenders, al que habrá que estar eternamente agradecidos por haber parido ese gran film llamado París, Texas, dirige Los hermosos días de Aranjuez, adaptación de la obra literaria Les beaux jours d’Aranjuez del austríaco Peter Handke. Una cinta que, contrariamente a lo que invita a pensar su título, ni está rodada en esa localidad del sur de Madrid ni la mencionada ciudad alcanza una importancia clave en la narración, sino que sirve, simplemente, como mera síntesis nominal de lo que acaece en esa amplia conversación que mantienen al aire libre ambos protagonistas.
Y lo que sucede en ese diálogo es una eterna verborrea que nadie parece querer poner fin. Los hermosos días de Aranjuez se nutre de palabras que pueden considerarse bellas por sí solas pero que, repetidas de forma continua durante 97 minutos, provocan una sensación de que todo es remilgado hasta morir en un pozo de fresas y pétalos. Pasados los minutos, se incrementan las posibilidades de perder la pista sobre lo que los personajes comentan. Ante tal asalto de vocabulario, que a esa velocidad difícilmente resulta representable en la mente, uno no puede menos que resignarse a que su cognición quede perturbada. Queda el consuelo de que, por fortuna, nadie o casi nadie sería capaz de mantener una conversación similar en la vida real y el ciclón de léxico que no para de azuzar nuestros oídos cesará al aparecer los créditos finales.
En verdad, lo poco que se puede rescatar de Los hermosos días de Aranjuez (además del bonito sitio en el que está rodada) es una banda sonora en la que participa un Nick Cave que hace acto de presencia con algún tema de su propia cosecha. Los acordes de su música, aunque algunas veces quedan sepultados por las sempiternas y tortuosas voces de los protagonistas, son una cucharada de dulce miel para las orejas y el cerebro del espectador. Resulta obvio que nada de esto sirve para remontar la hecatombe cinematográfica pero al menos ayuda a digerir el film, como si se tratase de aquel breve sorbo de vino que un comensal ingiere para que le pase mejor el saturado banquete.
Habrá gente que le encuentre el punto a Los hermosos días de Aranjuez. Por ejemplo, aquellos fans de las narraciones poéticas cuyo sentido de la delectación consista en meterse en vena un cóctel de léxico a riesgo de perecer por sobredosis adjetival. Aun poniéndonos en este caso, sería preferible acceder al texto original de Peter Handke porque al fin y al cabo las imágenes no transmiten demasiado y, a la fuerza, tiene que ser mucho más cómodo valorar las palabras por escrito. Ojalá Wenders hubiera aplicado a la película la frase que el protagonista deja salir de sus labios en la recta final de la obra: «Un poco de acción está permitida». Parece como si el propio director hubiera tenido una revelación sobre el desastre al que se encaminaba su obra, bastante más cerca en ritmo y concepto de su antecesora, la decepcionante Todo saldrá bien, que de aquella maravilla aparecida en el ya lejano 1984.