Descubrí a Jacques Audiard con Un profeta. Algo había oído, años atrás, en relación a De latir, mi corazón se ha parado. Por aquel entonces, determinados sectores de la crítica le tachaban de “autor de fórmula fija”. Sin embargo, el aterrizaje en Cannes del primer título mencionado provocó una oleada de aplausos prácticamente unánime. Desde entonces, el director francés ha realizado tres películas (exactamente, una cada tres años), muy distintas entre sí y a la vez con un estilo (más o menos) reconocible. Todos trabajos reivindicables, y de hecho, Daphne incluso se alzó con la Palma de Oro. Sin embargo, la impactante sorpresa que supuso el descubrimiento de Un profeta no ha vuelto a repetirse. Aquella brutalidad, tan bien acompañada por un perverso (y exhaustivo) retrato de personajes, aquella mezcla entre thriller y cine de denuncia, la alternación entre hiperrealismo y montaje al estilo Scorsese… Fueron un conglomerado de aciertos con los que Audiard parecía definirse como autor de recursos múltiples y a la vez personales; pero que, lamentablemente, no hemos vuelto a encontrar en su cine.
Con todo, cabe reivindicar Los hermanos Sisters como la película más redonda de Audiard desde que un servidor lo descubriera en 2009. Tal vez no suponga un acontecimiento tan deslumbrante como el ya mencionado, pero sí estamos ante una película de acabado pulcro, refinado y sin altibajos. Aquí la brutalidad ha sido sustituida por la sobriedad, el montaje virtuoso por la elegancia, el hiperrealismo por una planificación más cercana a lo clásico. Un profeta era una película de momentos espléndidos y con un final deslumbrante. El título que nos ocupa, en cambio, es mucho más uniforme. No tiene sobresaltos, pero tampoco resbalones. Su virtud consiste en ser, en todo momento, aquello que se propone. En este sentido, el director de Lee mis labios ha recuperado el pulso que parecía haber perdido en sus dos trabajos anteriores (que, como entredijimos, no eran para nada desdeñables, pero sí un poco irregulares). Y teniendo en cuenta que la posición desde la que el cineasta da el pistoletazo de salida es considerablemente alto, podemos decir que estamos ante una más que buena película.
Para bien o para mal, el género es una cuestión ineludible cuando se trata de un western contemporáneo. Y lo cierto es que, en este caso, tiene un peso importante. Más por una cuestión contextual que formal. Me explico. Por una parte, la recreación histórica resulta exquisita: la suciedad de los espacios, el alto nivel de detalle en el ropaje, vehículos y demás indumentaria del (discreto) flujo de personajes que circula por las calles de los Estados Unidos del siglo XIX… Todo cuidado a un nivel exhaustivo. Pero más allá de lo estético, hay otro aspecto que repercute, por contraste, en la situación histórica. Me refiero a la relación que mantienen los cuatro personajes principales. Empezando por los hermanos que dan título a la película; existe entre ellos una gran proximidad, tanto física como emocional. Y más allá de la ironía de tratarse de dos asesinos a sueldo, la importancia que dan a su vínculo sentimental se aparta considerablemente de los cánones básicos de la masculinidad. Algo parecido sucede con sus antagonistas. La relación que tienen experimenta una interesante evolución, nacida de una especie de colisión amistosa inesperada.
Este aspecto supone, además, una interesante revisión genérica: hasta hoy, el western tenía la exaltación de la masculinidad como uno de sus rasgos más característicos. Sin embargo, Audiard se permite reescribir las normas para ofrecernos una película redonda, elegante… y también muy atrevida.