Tal vez habría que empezar a considerar ciertos estrenos como auténticos milagros en el esperpéntico circuito de exhibición de este país. Si hace apenas dos semanas se estrenaban 19 películas en un mismo fin de semana, este viernes llega a las salas españolas Los fantasmas de Ismael, que fue la escogida para inaugurar el festival de Cannes ¡del año pasado!
Desde su arranque, tras una secuencia que responde, con cierta ironía, a la voluptuosidad expresiva del cine de espionaje contemporáneo —cámara inquieta, travellings vertiginosos e imágenes que subrayan la evidencia—, Desplechin plantea el mecanismo que articulará el relato a lo largo de toda la película. Toda esta trama conspirativa, protagonizada por Louis Garrel, forma parte del guion que Ismael (un concienzudamente histriónico Mathieu Amalric) está escribiendo para la que será su siguiente película.
Así, ficción y realidad se engarzan en un relato fractal, dos narraciones paralelas, cuyas fronteras Desplechin se esmera en desdibujar. Por un lado, cómo Ismael rehace su vida con Sylvia (como siempre, espléndida Charlotte Gainsbourg) y, por otro, cómo el protagonista de su película continúa sus peripecias bondianas.
En uno de los peores momentos de Ismael, la cámara deambula como un espectro por el pasillo de un tren, hasta colarse en la cabina que habita el personaje. Incapaz de conciliar el sueño, mira por la ventana del habitáculo, pero no logra ver que hay al otro lado, pues en el cristal, convertido en una pantalla de cine, se proyectan todas esas imágenes que lo acosan, como un torrente de pensamiento, cobrando vida y agigantándose antes sus ojos, haciéndolo despertar entre espasmos y gritos hasta que comprueba que está a salvo, de vuelta al mundo real (si es que eso todavía significa algo).
Puede que el principal catalizador narrativo, la reaparición de su ex-mujer, Carlotta (encarnada por Marion Cotillard, que vuelve de entre los muertos), no sea más que una excusa, apenas un coqueteo con el género fantástico, pero termina revelándose como una hendidura de lo más profunda en el tejido de lo real, una grieta que amenaza con devorar todo cuanto le rodea. Además de las constantes elipsis, la narración avanza y retrocede erráticamente, el tiempo se dilata y los personajes entran y salen de un guion que parece reescribirse a cada momento.
Tras sus excelentes Un cuento de Navidad y Tres recuerdos de mi juventud, Arnaud Desplechin se arroja en busca de su obra de madurez, de confirmación como cineasta. Esa búsqueda consiste en cuestionar con vehemencia cuál es el lugar del artista en su obra y cuán peligrosa puede ser esa relación.
Sus detractores podrán achacarle cierta indulgencia en sus giros argumentales o en la conducta caprichosa de sus personajes, todas a merced de un inagotable torrente de reflexiones acerca de cuanto de fantasmal hay en el cine y en los cineastas, pero es a través de esa presuntuosidad que logra filmar algunos de los mejores momentos de su carrera.
Un abrazo al exceso propio de aquel que se siente liberado de la presión por tener algo que demostrar, de un autor que ha comprendido que forma y contenido son, en realidad, dos partes de un todo y, casi siempre, indistinguibles pero inseparables.