Después de Tres recuerdos de mi juventud, una de las películas favoritas de quien suscribe estas palabras, había cierta expectación por la nueva película de Arnaud Desplechin. Unas ganas que, lógicamente, teniendo en cuenta su precedente fílmico siempre juegan en contra del visionado. Aunque uno sabe perfectamente que será casi misión imposible reeditar el placer obtenido con su anterior film en el fondo, uno siempre espera volver a caer bajo el embrujo romántico del director francés y más, teniendo en cuenta que ciertas constantes a priorísticas (reparto, temática) parecían repetirse.
De hecho el arranque de Los fantasmas de Ismael no puede ser más esperanzador y sugerente. El apellido Dedalus junto a una historia de espías en el ministerio de exteriores francés nos hacían pensar en una suerte de secuela, que dejaría al lado lo romántico para zambullirse de pleno en un thriller pasado por el cedazo de la cámara de Desplechin.
Aunque nada de ello ocurra y, de repente nos encontremos en un juego (meta)meta cinematográfico, el atrevimiento formal y el despliegue argumental al respecto de la memoria, su(s) interpretación(es) y los puntos de vista que el pasado tiene, consiguen despertar un enganche inmediato hacia las distintas polaridades en las que la trama pivota.
El pasado aparece y desaparece en forma de fantasmas, de visiones que vienen a configurar una biblioteca sentimental, un recopilatorio sobre el desamor, el abandono, la ironía y el dolor con los que se afronta y el tormento que supone cargar con todo ello. Experiencias que se cruzan en diálogos a veces brillantes pero que, lenta e implacablemente se deslizan y enmarcan una anarquía caótica tanto visual como argumental.
Efectivamente el segundo tramo de Los fantasmas de Ismael contiene momentos que suponen, en su despliegue formal, algunos de los mejores hallazgos en cuanto a lo visual y su integración argumental de la filmografía de Desplechin. Sin embargo se antojan como flashes, destellos de poesía que en su conjunto no solo no cuajan sino que producen la sensación de encontrarnos ante algo fortuito, genialidades de autor incapaz de mantenerlas en un ejercicio de máximo riesgo y que, mezcladas con la inconsistencia restante, solo confieren un discurso de arenosa apariencia, de castillo de naipes incapaz de sostenerse ante el menor análisis escrupuloso.
Sí, el visionado de Los fantasmas de Ismael acaba siendo un ‹tour de force› cuya recompensa final es totalmente insatisfactoria. Una especie de aquello que Bruce Willis mostraba en El caso Slevin, un ‹shuffle› de Kansas City donde Desplechin intenta embaucarnos con lo formal, forzando nuestra mirada hacia lo que la película aparenta ser, para finalmente golpearnos con otra cosa muy distinta. Lo peor, sin embargo, no es el engaño, ni tan siquiera el truco de prestidigitador (brillante por momentos, como decíamos anteriormente), no. Lo peor sin duda es que, al fin y al cabo, el objeto de nuestra mirada acaba siendo una oda al vacío más absoluto, a la nada disfrazada de reflexión. En definitiva un engaño masivo, ampuloso, que deja un regusto amargo a decepción y cansancio fútil.