Doce años después de su muerte, Rafael Azcona continúa vivo.
El tópico por delante puede servir, o al menos engañar, como el encabezado en esta reseña. No podemos aventurar las reacciones del novelista primero, guionista después, ante los avatares de un año tan aciago y lamentable como el actual. La pandemia con todas sus esclavitudes quizás no fueran del agrado del escritor riojano. Adivinar qué material literario hubiera tecleado Azcona con lo que estamos viviendo es algo tan especulativo como inútil. Porque sus trabajos partían de los encargos, fueran originales y sobre todo adaptaciones de textos teatrales y novelescos, para directores tan afines a él como fueron Luis García Berlanga, Marco Ferreri, Carlos Saura, José Luis Cuerda y Pedro Masó. Quedan también sus colaboraciones celebradas con Fernando Trueba, Francesc Betriu o Pedro Olea. Pero en cuestión de amplitud y continuidad su relación más fructífera son más de décadas con el director José Luis García Sánchez, desde La corte del faraón en 1985 hasta las adaptaciones en 2008 de Valle Inclán en la serie de televisión Martes de carnaval. Finalizando con el largometraje de ficción Los muertos no se tocan, nene, en el cual se adapta el libro del mismo título de los años sesenta, escrito por Rafael Azcona.
La conexión entre este film y el que se estrena ahora, Los europeos, se debe a volver sobre una novela del autor como base literaria, además de la coincidencia en ambos casos del guionista Bernardo Sánchez —junto a Marta L. Castillo en la producción más reciente— como adaptador de ambos volúmenes del maestro. En ambos casos el guión parte de los libros de Azcona, razón por la cual se reinterpreta su universo literario, dejando claros varios elementos comunes a sus ficciones. Los protagonistas que cuestionan su papel, despojados de atributos heroicos, positivos o altruistas, para reflejar supervivientes en un mundo cotidiano que los modela como vencedores en su destino pero no salvadores de una comunidad. Se une un entorno hostil a los cambios o capacidad de ascensión en su clase o posición social de los personajes. Características rodeadas del contexto temporal, económico y moral de su época.
Víctor García León, casualmente, recoge el testigo de su padre al ser el siguiente director que transforma en película otra obra publicada de Azcona. Lejos de resultar menos implicado en la ilustración de los argumentos —ya que no interviene en el guión— el realizador ejecuta un ejemplo de dirección invisible que respeta el texto, planifica con elegancia, síntesis y respeto las escenas, resueltas con atención a los diálogos de los personajes. Aplicando de forma tan sutil como efectiva el uso de la profundidad de campo para integrar las reacciones de Antonio ante la relación sentimental de Miguel y Odette. La puesta en escena es consistente con la sequedad, abrupta en ocasiones, de las líneas escritas por Azcona, empezando por ese inicio ‹in media res›. Continuando con un desarrollo que no se despega de sus personajes principales, siempre con Miguel dentro del campo visual u observando. Una tonalidad dramática que progresa sin subidas de nivel, uniforme a la frialdad del protagonista, lógico en su psicología, aunque despreciable según los cánones románticos. Más humano en la improvisación y naturalidad de Odette. Aunque la parte más golosa desde un punto de vista interpretativo la tiene Juan Diego Botto con su pijo Antonio, un seductor, vividor y pícaro simpático, a pesar de sus intereses.
Gracias a un trabajo impecable de ambientación por parte del equipo técnico y artístico, esa posguerra de finales de los cincuenta se refleja en pantalla como unos años de búsqueda de la modernidad arrebatada a los españoles, en un espacio mítico como Ibiza. Un lugar donde hallar cierta libertad entre los turistas, además de la posibilidad de relaciones sexuales fugaces. Tal vez el uso de una fotografía monocromática en su gama de colores ocres en los atardeceres, luminosidad grisácea o el vestuario dominado por esos turquesas pálidos, mimetizan el aspecto visual de Los europeos con Vivir es fácil con los ojos cerrados o la serie Cuéntame.
Pero el cineasta nunca cede a la tentación de subrayar los aspectos más sentimentales de la historia. La banda sonora no se sitúa por encima de la imagen para marcar la emoción. Tampoco se recurre a la nostalgia en la evocación de una década concreta, ni siquiera en el uso de las canciones durante las fiestas a las que acuden los dos compañeros. De igual manera, García León no nos obliga a juzgar la posición económica ni el carácter de Miguel, Antonio ni Odette. Más allá de que los personajes más humanos, incluido el del hijo de papá, sean los que rodean a Miguel, un Raúl Arévalo enjuto, contenido y creíble en su papel de trepa social.
Aunque el director no llega a los aciertos de Selfie —su largometraje anterior— sí logra un trabajo coherente, a la par que austero emocionalmente. La parte coproductora francesa se aprecia no solo en la actriz Stéphane Caillard, sino en la contención formal, ajustada a la sobriedad. Una declaración de respeto y captura del espíritu literario que adapta. La diferencia respecto a otro cómplice total de Azcona como fue Berlanga se puede comprobar en escenas bien resueltas como la de las empanadillas que van quitando de un plato al protagonista, varias personas en una fiesta. En este caso la comicidad queda clara, sin aspavientos, resuelta en tres o cuatro minutos. Este plano secuencia hubiera sido un reto mayúsculo de diez minutos y varias jornadas de producción del autor de Calabuch. Aparte de consideraciones presupuestarias o planes de rodajes contemporáneos, vertiginosos como los de cualquier serie diaria para las televisiones, el motivo de hacer una narración más fragmentada es un imperativo del destino final de un largo como Los europeos que, por fortuna, se estrena en salas para ver mejor sus detalles descorazonadores a toda pantalla, en 35 milímetros.