Justo este año 2023, se cumplen 100 años del estreno de Los 10 mandamientos (The Ten Commandments) de Cecil B. DeMille (1881-1959). Un título, que nos lleva casi de forma automática a la versión posterior de 1956, quizás la obra más icónica de su director y que tiene aquí un precedente con carácter y personalidad propios que aunque esté muy olvidado en estos tiempos es, en mi opinión, una de las grandes obras del cine mudo de la época, en la que ya se nos muestran la espectacularidad y hallazgos visuales que DeMille perfeccionaría en la versión posterior.
El argumento de la película transcurre en dos planos temporales. Los primeros 50 minutos se narran a través de la literalidad de fragmentos de la Biblia. La historia de Moisés en Egipto, su pugna con Ramsés y las plagas; luego el posterior éxodo del pueblo judío, para terminar con la revelación de los 10 mandamientos en el Monte Sinaí y la desobediencia de los judíos en la espera y la creación del becerro de oro.
Justo en ese momento, la película gira a la época contemporánea (años 20) y vemos cómo una madre está leyendo a sus dos hijos las escenas que hemos estado viendo hasta ahora y que van a servir como motor moral de una historia, sólo en apariencia desligada de esa primera parte, pero cuyo mensaje marcará, en cierto modo, el proceder de cada uno de los hermanos.
Su director, Cecil B. DeMille, fue toda una estrella en la época y uno de los poquísimos directores que servía de reclamo para el espectador (quizás solo junto a Alfred Hitchcock y Frank Capra). Un director que concibió el cine como un gran espectáculo, pero que al mismo tiempo se ponía al servicio de determinados y ambiciosos mensajes, siguiendo así la estela del maestro D. W. Griffith.
Algunas biografías dicen que el padre de DeMille leía a sus hermanos y a él mismo fragmentos del Antiguo Testamento y que su infancia se desarrolló en un ambiente muy religioso. Y no es difícil ver esa impronta en un film que nos cuenta una historia a través de la Biblia y su plasmación en una familia contemporánea.
Adentrándonos en un análisis más estrictamente cinematográfico, la primera parte es simplemente deslumbrante. El resultado visual y dramático de esta película, hecha en 1923, son colosales. La planificación es perfecta y las escenas de masas, donde cada extra parece contarnos una pequeña historia y hay secuencias en las que podemos palpar el riesgo real que corren los actores, convierten este episodio del film en algo portentoso.
Capítulo aparte merecen alguno de los hallazgos visuales que luego repetiría el director 33 años después. La separación de las aguas del Mar Rojo impresiona. Resulta increíble que un arte que estaba dando sus primeros pasos, pudiera recrear algo como esto. Por otro lado, tampoco queda exenta de espectacularidad la revelación de los 10 mandamientos tras la aparición de una impactante bola de fuego.
Pasado este primer tramo de 50 minutos, que creo que podemos situarlo directamente entre algunos de los mejores de la historia del cine, saltamos a los años 20, y asistimos a un sólido drama, que vira en melodrama. Aquí se opta por un tono moralizante, que en su estructura inicial nos hace rememorar Intolerancia (1916) de D. W. Griffith por su intento en trascender más allá de lo estrictamente cinematográfico, atravesando varias épocas históricas. Aunque finalmente esta parte adquiere una centralidad propia y casi independiente de la primera, con el común denominador de poseer un ritmo trepidante en lo cinematográfico, sin apenas transiciones en la evolución de la trama.
La historia de dos hermanos (muy bien interpretados por Richard Dix y Rod La Rocque) guiados por valores radicalmente opuestos, que revela consecuencias dramáticas donde creyente y ateo, el camino recto y la falta de escrúpulos, son el engranaje ideológico a una historia entretenida, emocionante, muy bien conducida y perfectamente resuelta. En estos últimos 90 minutos pasan todo tipo de cosas y también, aunque de otra forma, es visualmente interesante (por ejemplo, hay una secuencia donde se nos presenta la muerte de una mujer cuya mano se aferra a una cortina que va cayendo soltándose arandela a arandela… ¿os suena de algo?). Un retrato familiar en el que hay amor y desamor, personajes oscuros, tentaciones, avaricia, dinero, poder, capitalismo, bondad, perdón… y cuyo mensaje parece resumirse en una frase que se cita en la película, «No hay lugar donde un hombre pueda esconderse de su conciencia».
En resumen, mi artículo no solo pretende hacer una revisión crítica de un film que cumple 100 años, sino también reivindicar una gran obra con una indiscutible calidad y entidad propia, que históricamente ha sido apenas reseñada como germen de su versión de 1956. Os invito a verla, seguro que os impresionará.