Al ver Tierra firme y 10.000 km, tuve la sensación de que pretendían más que lograban. Tuve la sensación de oír diálogos escritos con el propósito indisimulado de parecer realistas, de ver situaciones que buscaban esforzadamente aparentar cotidianidad. Eran, en definitiva, dos películas luchando encarecidamente por ser naturales. ¿Existe acaso algo más impostado? Puede encontrarse un poco de todo ello en el tercer (y en mi opinión, muy superior) trabajo de Carlos Marques-Marcet, Els dies que vindran. Pienso, por ejemplo, en la reacción de los dos personajes protagonistas al tomar consciencia del embarazo: nuevamente, siento que el director pretende crear incomodidad ante el espectador, poner a prueba su capacidad para resistir la vergüenza ajena. Sin embargo, no identifico sinceridad en ellos, solo actitudes pretendida y exageradamente contradictorias. También pienso en aquello de hacer pasar por conflictos conyugales ciertas conductas a mi entender inaceptables, como la actitud paternalista de Lluís hacia Vir (ella misma se lo dice) o algunas otras tendencias que en ocasiones rozan lo posesivo.
Hasta aquí las malas noticias. Porque, quitando estos detalles, puedo decir que Marques-Marcet logró, esta vez sí, mantenerme interesado durante toda su película. Los diálogos encuentran aquel maravilloso equilibrio entre ingenio y realismo («Sé que no quiero no tener este hijo contigo») tan codiciado por sus dos antecesoras. Los personajes logran despertar aquel amor-odio tan propio de las películas costumbristas europeas del cine moderno. A decir verdad, parece que, finalmente, el director confía en sus personajes antes que en su mano de autor. Es como si hubiera decidido hacerse a un lado, esperar a que los actores caminaran con naturalidad hacia el terreno de la complicidad en vez de mandarlos allí él personalmente, a base de empujones. De hecho, algunas de las escenas resultan francamente conmovedoras y por momentos logran incluso hacer olvidar al espectador que se encuentra en una sala de cine. Toda una evolución estilística que se debe, muy probablemente, al hecho de construir una película protagonizada por dos actores que son pareja en la vida real… y cuyo motor principal es su propia experiencia paternal registrada en tiempo real.
De ahí nace un entrañable coqueteo entre realidad y ficción. Personalmente, me resisto a creer que secuencias como el ataque de risa de Vir tras el absurdo juego de selección de nombres estuviera en el guión original. De hecho, muy probablemente sea este contacto con la realidad el que consigue que la impostura de los dos títulos anteriores devenga naturalidad. En este sentido, Els dies que vindran comparte ciertos rasgos con títulos como Estiu 1993, Las distancias o la muy reciente La filla d’algú. Todos ellos son trabajos que cantan a la sencillez, que se construyen alrededor de un número de personajes muy reducido… y cuyo principal atractivo reside en el choque de una serie de mundos interiores con la realidad que conforma nuestra sociedad. Sin embargo, sólo dos de todos ellos comparten determinada cualidad. Me refiero al título que nos ocupa y a Estiu 1993. Más allá de su carácter realista y de su sencillez, son películas que poseen frescura, agilidad y un hipnótico poderío emocional. Películas que logran entristecerte con la misma facilidad que logran hacerte sonreír. En definitiva, películas que remueven las emociones y consiguen que abandones la sala un poco más feliz.