Los conductos supone el debut en el largometraje del colombiano Camilo Restrepo, tras cosechar una exitosa carrera en el mundo del cortometraje, siempre optando por un irrenunciable estilo en las lindes del cine de arte y ensayo más extremo. Y por tanto, no cabía esperar menos del debut del de Medellín.
En este sentido, la película se eleva como una pieza radical y bastante áspera de cine experimental, y por ello alejada de cualquier vertiente clásica en cuanto a tempo y espacios descriptivos y visuales. Será pues la metáfora y el aforismo abstracto y positivista el condimento empleado por Restrepo para subyugar a aquellos espectadores que se atrevan a explorar las complejas y enrevesadas fronteras conceptuales que sirven de cimiento a una obra compleja, inclasificable y conscientemente confusa en lo referente a su grafía narrativa.
Aunque el argumento no sea lo más trascendente, la cinta muestra el día a día en un Bogotá entre apocalíptico y espectral de Pinky, un hombre desaliñado e inadaptado que ha podido abandonar su marginalidad gracias a la integración en un extraño grupo liderado por un Padrino que desarrolló un próspero negocio ilegal por medio del asesinato y la delincuencia. Pinky se gana la vida como vigilante de almacenes, impidiendo que ladrones y curiosos hurguen en los aposentos donde se esconde una mercancía consistente en su mayor parte en falsificaciones de camisetas de marca.
A pesar de trabajar como matón, Pinky es un hombre que ha desarrollado una incipiente sensibilidad artística, escupiendo en sus graffitis y pinturas toda la rabia que le carcome por dentro. Una iluminación provocará que Pinky decida independizarse del grupo, debiendo enfrentarse a una lucha interior, contra sus miedos y fantasmas, a vida o muerte con los otros miembros de la pandilla criminal que le acogió.
Mediante una voz en off, que será la protagonista principal ofreciendo cierto soporte argumental a las imágenes incandescentes y subliminales de las que se compone el film, y un amparo conceptual sostenido mediante impresiones apocalípticas entremezcladas con situaciones de la vida mundana y supersticiosa de la caótica ciudad de Bogotá que sirve de escenario a la trama —siendo especialmente potentes las dos secuencias procesionales en las que una orquesta marcial toca de manera mecánica e irreal una melodía folclórica sin notar la presencia de un Pinky travestido en un vampiro en medio de una invisible pandemia de peste bubónica—, Restrepo teje una armadura especialmente seca, escabrosa y abrupta, y por tanto, no apta para cualquier tipo de público.
Nos hallamos ante un retablo pleno de furia y rabia. También reflexivo, filosofando acerca de los problemas endémicos de una Colombia que desea abrirse a la modernidad pero que parece condenada a las tinieblas merced a la superstición, marginalidad y a la violencia que aún late en su corazón. Temas como la venganza, la religiosidad mal entendida, la pertenencia irracional a un grupo que elimina cualquier conato de crítica a sus superiores, la tensión y tirantez presente en las simientes de una sociedad presa de odio contra sus semejantes, los maleficios de un pasado que nos persigue hasta llevarnos a la perdición y el vacío existencial inherente a la condición humana están muy presentes en la estructura de un film difícil de digerir, pero que no obstante ofrece múltiples cuestiones a debatir desde un enfoque muy simbólico e inconformista.
Restrepo narra las peripecias sufridas por el mesiánico protagonista como una especie de vía crucis envuelto en alucinaciones y delirios. Se siente el desasosiego existencial de Pinky en cada paso filmado. Asimismo, el sentido fantasmagórico e inquietante que brota de la ciudad sirve como plataforma para configurar la trama como una poderosa y enfermiza fábula gótica, y bastante turbia, acerca de esa demencia y enajenación presente en parte de la dual sociedad colombiana contemporánea.
Los conductos se eleva, por consiguiente, en una ópera prima en el largometraje heterodoxa y magnética. Una cinta que opta por un intrincado engranaje arquitectónico que reta continuamente al espectador a un juego quimérico y en ocasiones algo cargante. No obstante, aquellos que sucumban al desafío ofrecido por Restrepo seguramente quedarán narcotizados por una obra que no deja indiferente a nadie, de esas películas que exigen una concentración intensa y, por ello, una total e irrenunciable adscripción con el lenguaje y metodología utilizada por el colombiano para tejer un producto que prefiere el mundo ocultista y misterioso de la alegoría frente al más fácil cosmos del clasicismo narrativo.
Todo modo de amor al cine.