Para aquellos que no somos tan afines a un género —que incluso podría tildarse como forma de expresión ‹per se›— como el del documental, nos es difícil en ocasiones deshacernos de esa percepción tan a menudo sostenida por no pocas piezas en ese ámbito acerca de que lo primero es el mensaje y lo (llamémosle) artístico está en segundo lugar. Como es obvio, hay multitud de films que desmienten y derrocan esta teoría —ahí están los Herzog, Reggio, Fricke, Cohen…—, pero resulta difícil deshacerse de esa percepción precisamente por aquellos trabajos que no hacen sino reafirmar su condición de herramientas —ya sea en el ámbito político, social, religioso…— ante sus atributos formales.
Es ese el motivo de que la aparición de cintas como esta Los castores tenga en cierto modo un valor añadido, y es que más allá de una premisa un tanto atípica, Antonio Luco —uno de los autores del guión de la también chilena Propaganda— y Nicolás Molina forjan una pieza donde la línea entre el documental y la ficción se diluye. No resulta extraño, pues, que los cineastas recurran a esos extractos filmados por los protagonistas, Derek y Giorgia, en su incursión en esa Tierra del fuego, y con ellos desestructuren una realidad que en Los castores bien podría pasar por ficcionada. El poderío de las estampas, una banda sonora tan ambiental como inquietante —casi buscando alimentar una incursión genérica que nunca se produce— e incluso la simetría de las imágenes sostienen así un discurso insólito, que incluso se podría afirmar que provee de una ambigüedad tan desconcertante en un principio como oportuna con el paso de los minutos.
Los castores podría otorgar en primera instancia una idea equívoca sobre su contenido, que casi nos sumergiría en el terreno de un documental de cauce entre lo ecológico y la denuncia. Pero Luco y Molina se desprenden de esa percepción desde un buen principio, y no sólo lo ejecutan manifestando ese raigambre por lo autoral, también trabajando desde una perspectiva —espoleada por su viscosa narrativa— donde, en efecto, observamos como tanto Derek como Giorgia acuden a aquel paraje natural con un objetivo, pero nunca se nos muestra como el seno de aquello que en realidad pretende abarcar el documental. Cierto es que un espacio como el que se recorre podría fomentar una percepción un tanto desapaciguada por no conocer en todo momento cuales son las intenciones del tándem de cineastas, pero quizá porque en ese sentido —y más que nunca— de lo que se trata es de realizar una abstracción y comprender Los castores como algo más que un ejercicio de marcadas intenciones.
Aunque no hay que perder de vista su predisposición, la de bordear temas ya conocidos no tanto como ejercicio de concienciación sino como pretexto para fomentar una identidad y personalidad, Los castores se sitúa en un espacio indeterminado donde el material provisto corre el riesgo de quedar en un limbo tan extraño como la naturaleza de la propuesta en sí. Puede que, incluso, en ocasiones su singular recorrido nos lleve a perdernos en direcciones opuestas, pero en el fondo en ese estrato está el poder de sugestión de una propuesta que, en su caso más que en ningún otro, corre el riesgo de generar tanta atracción como odio. No obstante, los estímulos proyectados se antojan suficiente recorrido como para encontrar en ella una propuesta en la que merece la pena perderse, tanto por su intrincado itinerario, como por el talento de dos cineastas que desde este momento habrá que seguir bien de cerca.
Larga vida a la nueva carne.