En 1966 se estrenaba Un homme et une femme (Un hombre y una mujer), tercer largometraje de ficción del cineasta francés Claude Lelouch, que acabaría alzándose con el Oscar a mejor película extranjera en la edición de ese año. La historia, mínima, sin sobresaltos ni grandes giros de guión entre dos jóvenes viudos que redescubren el amor encandiló a público y crítica en la época que la Nouvelle Vague llegaba a las pantallas de medio mundo. Tras una segunda discreta parte en 1986 (Un homme et une femme, 20 ans déjà), es ahora cuando el director galo recupera y cierra lo que ha acabado siendo una trilogía con la llegada a nuestras carteleras de Los años más bellos de nuestra vida, Les plus belles années d’une vie en su versión original, manteniendo al elenco principal, Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant.
Después de años sin saber nada del otro y sin buscarse pero con el anhelo de encontrarse alguna vez, observamos a Jean-Louis Duroc, el joven piloto de coches de carreras seguro de si mismo, encerrado en un centro de ancianos donde va perdiendo lentamente pero de forma inexorable su batalla contra el alzheimer. Jean-Louis, refunfuñón y alejado de todo el mundo, pasa el día recitando poesía y entremezclando recuerdos donde siempre destaca Anne, la mujer a la que amó y que perdió hace 60 años. Su hijo, en un intento desesperado por mantener la poca lucidez de su padre, va en busca de la mencionada mujer, para rogarle que visite a su viejo amor.
Los años más bellos de nuestra vida sigue las idas y venidas de Anne al lugar donde reposa Jean-Louis, quien no reconoce a su antigua amada pero entabla amistad con ella a la vez que comparte los recuerdos que crearon juntos (sin ser capaz de reconocerla), para perplejidad de nuestra protagonista, que descubre que el reproche ya no tiene sentido.
Entre las largas secuencias habladas que acontecen en el lugar de descanso de Jean Louis —para algunos, instantes captados con mimo por el director, para otros, una larga escena de parloteo sacada más bien de una programa radiofónico sin fin—, el cineasta introduce flash-backs de la película original, a la vez que añade escenas de ensoñación de nuestro protagonista.
En este punto, hay que destacar no sólo la actuación de los actores involucrados, también es digno de mención el tratamiento y las formas en que se muestra un estado de alzheimer (o pudiera ser demencia) todavía no muy avanzado pero que ya empieza a ser visible y terrible. Junto a ello, tenemos una cinta que más que cerrar la trilogía, puede verse como relato independiente de los otros dos, que transmite y transita por la soledad y el amor perdido de un hombre y una mujer que no acabaron nunca de dejarse querer, del paso del tiempo, que lo destruye todo como se decía en el prólogo de Irreversible (Gaspar Noé, 2002), de los recuerdos y los sueños, entremezclados en el lugar en el cual nunca se sabe donde acaba uno y empieza el otro.
Es una lástima que en ocasiones, a pesar de la intensidad del momento, uno tenga la sensación que puede cerrar los ojos y seguiría disfrutando lo mismo de la obra, tal es la apuesta total que se hace del diálogo. Sí, luego se introducen imágenes de las anteriores películas, de una belleza sin igual donde se habla con la mirada, pero aún así en más de un momento la sensación es de que se ha complementado con ese metraje para llegar más a los 90 minutos de rigor que otra cosa.