Nicole Garcia ha sabido manejar el romance más oscuro a lo largo de toda su trayectoria. Ahora da un paso más allá, y lleva esa amargura de amar a otros hacia el desencanto del cine negro.
Lisa se agarra con fuerza a la espalda de Simon, desnuda, casi translúcida, como si intentara mimetizarse con el amor de su vida para siempre. A partir de este momento se entregará a esos sentimientos intensamente pero no siempre sin reparos, por lo que sus ojos ya nunca perderán ese halo de tristeza, uno que enfatiza constantemente la directora, una tristeza que brilla casi con el mismo fulgor que su desnudez, que se repite, demostrando que pese a la intriga que maneja, Lisa no se puede esconder.
Quienes sí se esconden son los hombres que la rodean. Simon ama con la misma intensidad, pero enfrenta la vida por otros caminos más peligrosos. Aunque no sea tan necesario, parece que aquí es donde se aferra el ‹noir›, permitiendo que los bajos fondos que conocemos en la actualidad quieran subir escalones rápido, sin grandes esfuerzos, con métodos equívocos y peligrosos.
En la mirada de Simon también hay derrota, la de quien debe huir frente a sus errores, la de quien no consigue asumir quedar por detrás de otros al enfrentarse al dinero.
Y por ello conocemos a Léo, el hombre que nos presenta la directora entre las sombras, intrigante, en el lado en el que se mueven los poderosos. Otra maravillosa escena para el recuerdo, donde presentar la sangre fría que hace correr la ambición dentro de un triángulo amoroso que, sin el jugoso poder y el deslumbrante lujo, se resolvería en pocos segundos.
Pisan con fuerza los tres protagonistas que asumen su propia decepción con sus vidas en cada uno de los tres actos que conforman esta historia. Podría tratarse de un melodrama sin más, pero Nicole Garcia sabe juguetear con la imagen y apropiarse de ligeros tintes criminales, apenas fortuitos, en un mundo donde el dinero lo es todo. Para ello viste el entorno de ese aspecto inalcanzable y derrochador, que pone en duda lo sentimental, aunque los cuerpos se fusionen con total naturalidad. Es impactante la química entre Stacy Martin, Pierre Niney y Benoît Magimel, del mismo modo que su físico sabe describir más que sus palabras su forma de asimilar sus propios estatus.
La fatalidad parece una forma de vida plausible cuando la opulencia se abre camino. Lisa encaja en los dos mundos y no parece del todo interesada en deshacerse de su comodidad: la que le ofrece el drama y la comodidad. En este decorado universo es donde se fortalece la elegancia con la que se siguen los acontecimientos. Todo tiene ese halo delicado y sobrio aunque realmente hierva la sangre de los presentes ya sea por pasión o rabia. Hay una ligera contención, una ralentización de los actos de cada uno de ellos que nos invita a pensar en el cine de otros tiempos. Además de ello, la película no renuncia a las elipsis: abrir conflictos, dejar pasar el tiempo, acorralar a sus implicados sin una escapatoria plausible. Lo mismo con los símbolos, como las servilletas impecables para Lisa, o la representación de La gran ola de Kanagawa de Katsushika Hokusai para Simon, todo recuerdos de un pasado del que nunca se separa del todo.
Esa felicidad inalcanzable, esa ligera tristeza que empapa los ojos de este triángulo nos someten a un final desdoblado, uno que nos lleva irremediablemente a la negrura del thriller, otro que nos inspira ideales de futuro, de riendas alcanzadas, y aunque no empasten fácilmente, nos ofrece una visión limpia de las intenciones de la narración, de las neuras de su directora, de esa necesidad de dar un paso más allá de lo conocido, de afrontar una misma historia y dotarle de nuevas tempestades, para dar a entender que también pueden fusionarse ardientes cuerpos con peligrosas pistolas.