Un escenario tenebroso cubierto de árboles que prácticamente se regodean en ese claustrofóbico espacio que es capaz de conjugar en ocasiones el paraje, un caserón en mitad de un páramo escocés y pasillos, sótanos y habitaciones con inescrutables secretos por recorrer: todos ellos lugares comunes del cine de género que rara vez se emplean para incurrir en algo más que un terror mundano y ya conocido, y por lo general no son más que un marco o mero contexto para fijar las bases de algo mucho más profundo de lo que podrían evocar tales emplazamientos. Si bien es cierto que Lord of Tears, segundo largometraje del escocés Lawrie Brewster, se sirve de ellos para armar un relato con aristas y algún que otro giro que termine otorgando sentido a los misterios escondidos en esa casa y, sobre todo, a las palabras de la madre del protagonista, presas de un pasado que configura en gran medida las posibilidades del relato, no hace de esos elementos algo funcional o anecdótico.
Quizá, precisamente por el hecho de tener una base sobre la que sustentar el peso de la película, cualquier otro cineasta hubiese remitido al espectador a esos lugares comunes, pero Brewster decide no pecar de obvio y más bien prefiere suscitar en esos escenarios la base de un misterio que casi se podría decir que se desgrana como si de una aventura gráfica se tratara, con el protagonista obteniendo detalles en forma de pista y explorando un espacio que, aunque pueda no parecerlo, le es totalmente desconocido. El peculiar hallazgo que realizará cuando encuentre a Eve en el caserón, quien se encarga de mantenerlo bajo unos mínimos, tampoco induce al cineasta a fomentar uno de esos «déjà vu» perpetuos en los que el personaje recién aparecido ejerce como algo más que un mecenas, y es que pese a ir conociendo poco a poco el tormento del que es parte durante las noches el protagonista, Eve prefiere mantenerse ajena a todo ello e ir descubriendo una faceta más terrenal en la figura de James.
Es así como ese arranque un tanto onírico que sumerge a James en un halo pesadillesco termina encontrándose con una realidad algo dislocada, donde un tono no del todo logrado (aunque matice las intenciones del cineasta) nos lleva a un tramo donde se suceden quizá las secuencias más extrañas y difíciles de encajar de Lord of Tears, que en realidad no hacen más que componer un marco para empezar a entablar vías que desemboquen en la estructuración de ese relato, que terminará por cobrar sentido en un tercer acto que rompe con todo lo visto hasta el momento. En esa ruptura es donde fija Brewster mayor atención, creando una contraposición tonal entre el nudo y el tercer acto para llegar a dar sentido a una narración y un carácter que en ocasiones resultan lo más disonante de un film que, no obstante, se las apaña para retomar el vuelo y lograr que todo lo forjado en algunos momentos, fallido o no, atienda a unas necesidades que puede que no siempre estén plasmadas del mejor modo.
Obviamente, todo ello se debe a las más que palpables limitaciones técnicas de un film que, a buen seguro, con un presupuesto más holgado ganaría en la faceta visual, hecho que no es óbice para que Brewster demuestre poseer la suficiente capacidad como para tejer imágenes perduradoras, que no se sustentan sólo en los imponentes páramos escoceses o en la figura de ese Owlman que cerca en todo momento al protagonista. Si bien Lord of Tears es un trabajo mejorable, algo que se concibe desde los primeros minutos debido a esas limitaciones a las que aludía, a algunos aspectos que, como es lógico, pueden ser pulidos más adelante por su director, y a un dueto protagonista que en contadas ocasiones rechina, también hay que atribuirle la virtud de tener las ideas muy claras, sabiendo concebir a través de esa figura ligada a la mitología un relato coherente (incluso a nivel visual, aunque pueda haber deslices perdonables) y sugestivo que además concluye con la solidez necesaria para hacer de ella un pequeño bálsamo entre tanto tópico y refrito que circunda el cine de género actualmente.
Larga vida a la nueva carne.