Si hay algo que es indudable es que Longlegs da que pensar. El problema reside en que los motivos no son el poso que deja, un final abierto a discutir o las bondades de su propuesta formal. No, lo que uno piensa al salir de la sala son los motivos por los cuales parece que se ha asistido a un film irreprochable en sus propósitos y en sus mecanismos para conseguirlos, pero que no acaba de sentirse como la experiencia terrorífica esperada.
Y sí, entiendo que aquí entra también la expectativa generada. De acuerdo que la maquinaria propagandística al respecto ha sido poderosa, pero, más importante si cabe, ha sido tremendamente exitosa en sus logros. No obstante, todo ello, aunque importante, no deja de ser un elemento externo del cuál la película como sujeto no tiene ninguna responsabilidad.
¿Qué es lo que funciona en el film de Oz Perkins? Sin duda, su atmósfera. Ya no tanto por el concepto malsano de la misma desarrollado a través de sus tonalidades, sus planos cerrados y su despliegue de detalles ocultos (a plena vista) en sus encuadres. No, en Longlegs hay algo que va más allá, un absoluto aire de desamparo ante la maldad, de lo maligno acechando a cada paso, de algo inconcebible en la una realidad palpable pero que está ahí y de lo que no se puede escapar. Algo que incluso transmiten sus intérpretes, siempre al borde de la implosión emocional, de perder la cordura. Más que tensión, lo que uno siente es asfixia.
A ello contribuye el uso controlado de unos ‹jump scares› bien posicionados que funcionan como remate y no como eje del miedo. Es imposible, pues, no quedar atrapado en esta maraña ambiental y argumental que se aleja del thriller de asesinos en serie para dar un paso más allá tanto en ser generadora de horror como en el de evitar cualquier atisbo de subtexto o requiebro argumental para centrarse en ser una apisonadora del horror por el horror.
Entonces, quizás la pregunta pertinente sería qué no funciona para dejar esa sensación de cierto vacío. Por un lado, flota en el metraje una sensación de ‹déjà vu› constante: lejos de su voluntad de subir la apuesta, no deja de contener tropos mil veces vistos en el género. A ello se suma un desarrollo a veces algo confuso y un guion que muchas veces no parece querer ir al detalle y sí tirar por la vía de en medio, sacrificando algo de coherencia en favor de la sensación pura y dura.
Y luego está Cage como factor que no se puede desdeñar. Al fin y al cabo, estamos ante el epítome de lo que Nic Cage puede representar. Un villano enfermizo, exagerado, terrorífico en su apariencia y gestualidad, pero que al mismo tiempo sufre de un dibujo primitivo y unas motivaciones e historia poco dibujadas. Al final es uno de esos personajes que, como siempre en la filmografía del actor, vive en el alambre entre la genialidad o la autoparodia carne de meme.
Lo que genera finalmente esta combinación son dos cosas. Por un lado, la idea de volver a verla, de volver a experimentarla e intentar ver si en un segundo visionado el círculo se acaba de cerrar. Pero eso no es óbice para pensar en una oportunidad perdida, en una película que más allá de su impacto de temporada ha desaprovechado la ocasión para crear una mitología a su alrededor quedándose más en un evento muy concreto que en algo perdurable en la memoria. Como un mal recuerdo que no quisieras tener, pero al que vuelves recurrentemente.