La nueva película de Eloy Enciso Cachafeiro supone un viaje a través de la memoria, del texto y de la imagen, sobre todo de la imagen. Un proceso de inmersión paulatino, sosegado e impávido.
En la Galicia de la posguerra una serie de personajes, renegados, suspendidos en el olvido propio y ajeno, divagan entre los muros y las aceras en una ciudad fantasma, recordando el porqué del nuevo tiempo. Un tiempo de cambio, un tiempo difícil. En el que materia y energía se confunden, solapándose para crear una nueva sustancia que se aleja deliberadamente del realismo social de la militancia política que tanto gusta a algunos. Enciso se decanta por los problemas más mundanos de un modo nada maniqueísta, dotando a su obra de un aura metafísica, casi ideal, mostrando a la vez una maduración de la que ya había hecho gala en sus anteriores trabajos. Al igual que el portugués, Pedro Costa —una de sus grandes influencias en esta Longa noite—, la elección del director por el claroscuro, los planos fijos de larga duración y, sobre todo, la inmanente anti-naturalidad de sus personajes, ofrecen, tanto visual como narrativamente, un punto de ruptura y reelaboración de los elementos del cine contemporáneo.
Una vez suprimido el naturalismo, queda el cuadro, la imagen. La imagen en forma de naturaleza muerta o de retrato barroco que inspira quietud y estabilidad. En ese marco, donde al contrario que en otros cines, parece que nada escapa a su delimitación, es decir: no hace el papel de ventana, sino que opera como lienzo delimitando de manera sólida y total, oprimiendo y, al mismo tiempo, liberando la carne y la presencia de los cuerpos que envuelve. Consiguiendo, por ende, que surja la Palabra, fundamento de gran importancia y manifiestamente evocador.
Refiriéndose o citando de manera explícita los textos de Rodolfo Fogwill, Max Aub o José María Aroca, se alude a un ejercicio de sinestesia que conecta diferentes aspectos del cine —personajes, imágenes, espacios— para acabar culminando en el silencio por omisión del propio Verbo en un acto que lleva inevitablemente a la inmersión en la imagen. El clima social anti-realista, consigue otorgar a los enunciados una presencia casi imaginal, sumando a todo el espectro la interpretación articulada de los no-actores que, al igual que en Arraianos, dotan de una extraña familiaridad al film. Las palabras que pronuncian no son suyas, pero ese diálogo forzoso y memorístico, en consonancia absoluta con el ambiente del film, consigue trasladarlas a un plano distinto. Nos situamos en un espacio y un tiempo remotos donde las frases repetidas como un recital y el ritmo lento y pausado —en dicotomía total con el cine acostumbrado a verse actualmente—, consiguen crear un espacio entre lo óntico y lo ontólogico para romper las barreras del tiempo material y pasar a otro plano esencial. La relatividad pues, se convierte en la principal característica del film.
La veracidad y razón de algunos de los textos no cabría en una película convencional, de la manera en que esta los trata. Citando el No de Max Aub, el cual es recitado en la película por una viuda de ojos tintineantes por las lágrimas, ojos fijos en el infinito; podemos observar la fuerza inmanente del momento en que se pronuncia:
«Hemos vivido exactamente como no hemos querido. Ahora algunos quieren que nos volvamos a armar. No me importa para qué. No quiero saber para qué. Me niego a oír, me niego a escuchar, me tiene sin cuidado. Lo único que sé es que no quiero que haya guerra hasta que yo y mi hijo nos muramos. Cuando estemos enterrados, entonces, ¡que hagan sus guerras! […] Yo no quiero guerras, ninguna clase de guerra. Ni ganar ni perder, sino vivir. A veces una piensa que lo que sucede es que los hombres han olvidado eso: vivir. Vivir como sea, pero vivir.»
Históricamente, la película busca dar un sentido al pasado y también al presente, haciendo alusiones muy atrevidas narrativamente, pero muy necesarias, si tenemos en cuenta la perversión de la duración actual de las escenas en el cine moderno—muy pocos son los que filman planos fijos de más de cinco minutos—. El hecho de escoger un ritmo tan contemplativo nos lleva a dar un salto de la Historia a lo que podríamos llamar Meta-Historia: un estado y un tiempo concretos que van más allá de lo físico, que necesitan de un mundo de las ideas para existir y que beben de la Memoria para repensar el pasado dese un punto de vista espiritual. Al igual que en la segunda etapa del cine de Theodoros Angelopoulos —es decir, de Viaje a Cythera (1984) hasta su última película, El polvo del tiempo (2008)—, Longa noite explora el sentido metafísico de la propia Historia, llegando a poner una serie de cartas sobre la mesa que esclarecen y amplían los sentidos ontólogicos de ésta. La palpitación de un cuerpo errante —el de Anxo—, que vaga entre el mundo real y el onírico, llama a la necesidad por rememorar y plantearse el porqué de una existencia en el limbo. El porqué de todos los tiempos —pasado, presente y futuro—. Anxo, en un momento dado, recorre un bosque entre el sueño y la vigilia, vagabundeando entre las rocas que parecen hablar a su paso. Su presencia acrecienta su solidez, mientras pasa sus manos desnudas por sus ásperas superficies. El tiempo se reduce a un concepto y de una manera similar a un sueño lúcido, el mismo bosque se traga al hombre. Lo abduce entre sus paredes inmóviles, pues imposible resulta ya escapar de su frondosidad. Anxo va allí a morir, al igual que Boonmee de El tio Boonme recuerda sus vidas pasadas (2010) de Apichtapong Weerasethakul, se adentra en la caverna para llegar al centro de la Tierra y acoger su destino; en una escena, claramente inspiradora de la película de Enciso.
El Movimiento, como parte de un pasado recurrente por reciente, ofrece la mayor cantidad de películas en España, junto con la Guerra Civil. Todas ellas son mediocres o directamente malas, a excepción de unos pocos rayos de luz que se abren paso entre la paja. El caso de Longa noite es claramente uno de esos rayos. Por su sobriedad, su carencia de discurso divisorio y su manejo de la idea de “tiempo cinematográfico”, este film se sitúa en un plano anverso al habitual, el del cine comercial o momentáneo. Este es un tipo de cine que perdura, que es atemporal y universal. Que se guía, a su vez, por el instinto y por la meditación tenue y precisa; alimentándose de los rostros, de la noche, del fuego y de la palabra para llegar a terrenos donde solo el ojo educado puede atreverse a entrever algo.
Películas como esta no abundan en nuestro tiempo, y es necesario hacer un ejercicio de reflexión antes, durante y después de verlas para ser capaces de comprender sus verdades. En definitiva, tener experiencias inmersivas, más allá del mero discurso o la teatralidad —por no hablar del artificio o del banal entretenimiento—, se consigue observando un tipo de cine al que la mayoría no está acostumbrado y valorando despacio lo que acontece. El cine, que ahora llaman “lento”, está dando obras de un calibre importante, tanto en Europa como fuera de ella. Y en España los nombres empiezan a resonar con fuerza. Tras Costa da morte (2013) de Lois Patiño —quién colabora en Longa noite—, los documentales de Carlos Casas, algunos largos de Pere Portabella; por no hablar de los maestros Erice y Guerin, o el eternamente olvidado José Val del Omar y, en cierta medida, O que arde (2019) de Oliver Laxe; Longa noite vuelve a indagar en eso que llamamos lenguaje, revalorizando a Eloy Enciso Cachafeiro como uno de los autores españoles más interesantes —y uno de los mejores— del cine contemporáneo.