Si bien tanto la concreción de su premisa inicial como de un marco histórico específico podrían dibujar un panorama ciertamente obvio en la consecución del discurso engarzado por Andrew Legge, lo cierto es que el armazón de LOLA, propuesta con la que debuta en la dirección de largometrajes, parece disponer las piezas de un modo muy distinto; y es que si bien el irlandés no evita en ningún momento abordar ciertas cuestiones o, cuanto menos, que sea el propio espectador quien se vea inmerso en una reflexión necesaria, el film funciona incluso con mayor acierto en esa mirada ritual que propone: como si al fin y al cabo el acercamiento que se produce al enfrentar a sus personajes a un futuro inmediato se percibiera como una suerte de celebración. Un gesto, a fin de cuentas, involuntario por parte de los protagonistas de LOLA, pues a quien concierne esa evocación no es sino al propio espectador, pero que revela de algún modo la importancia y expresividad de los momentos rememorados.
La virtud de LOLA, pues, no radica únicamente en diseminar un contexto determinado del que extraer lecturas que nos llevan desde lo político hasta lo social en esa vorágine de imágenes que presenta el film, también se desprende de esa modulación tonal realizada por el cineasta, que es capaz de desplazar ese acercamiento a la ‹low fi› en clave ‹found footage› a un terreno donde se devanea ligeramente con la ‹rom-com› más atípica, dejando espacio incluso para incursionar en el género desde un thriller de espionaje atenuado por el formato y guiado desde una faceta que advierte matices más cercanos a lo dramático.
Legge compone a través de esos parámetros un film que se mueve con soltura desde la deriva propuesta, siendo capaz además de afianzar su tono sin necesidad de parapetarse en los espacios —aunque adquiera cierto vigor mediante una característica voz en off y ese mencionado formato—, más bien dejando que el espectador se sumerja en esos juegos de texturas compuestos desde una imagen vívida, que tan pronto arrastra una excepcional melancolía como crea atmósferas que esbozan con agilidad un contexto más pesadillesco. Y es que, aunque LOLA devenga un artefacto que por momentos parece escurrirse incluso ante la propia mirada del espectador en esa eclosión tan expresiva que describen ciertas estampas, la urgencia de un trasfondo acechante no deja de arrojar matices sobre las consecuencias de intentar distorsionar el propio sino de la Historia.
Aquello que emerge, a razón de la ligereza con que sus protagonistas toman decisiones en pos de un (presunto) porvenir más, digamos, apacible, como una suerte de jugueteo donde el futuro más inmediato adquiere una maleabilidad aparentemente sencilla, termina por manifestar en consecuencia unas dimensiones que nos acercan a la tragedia en tanto esos cambios suscitados se extienden al espacio de quien cree poder manejar el destino. Hay, pues, una sugerente lectura lejos de esa ya presumible tesis acerca del peligro que atañe intentar alterar el curso de los acontecimientos, de cómo un aparente avance puede terminar deviniendo en retroceso, o incluso sobre las formas en cómo el poder fáctico maneja en cualquier caso las circunstancias que se puedan extender de todo tipo de situación.
LOLA se conforma así como un estimulante debut que, ante todo, comprende que la fuerza de su premisa, más allá de en los márgenes de lo discursivo, se encuentra en el poder de la propia imagen: una idea que consolida recurriendo a todo tipo de material, desde la misma ficción diseñada para la ocasión a imágenes de archivo, realizando así una reconstrucción histórica desde la que adecuar los mimbres de una propuesta que rememora con espontaneidad episodios cuya imborrable llama Legge sabe dibujar con un trazo notable, en un esforzado apunte para que olvidar quiénes somos y de dónde venimos se nos antoje más complejo que a los protagonistas del propio film.
Larga vida a la nueva carne.