Es noche cerrada en medio de una carretera. Un coche parece que lleva bastante prisa. El piloto está conduciendo por la izquierda, por lo que inmediatamente es fácil imaginar que probablemente se trata del Reino Unido. Un juego de luces al más puro estilo Drive da paso a una toma en la cabina del conductor, donde vemos a un hombre relativamente joven con aspecto algo desaliñado y en el que brilla un evidente rostro de preocupación. Permanece pensativo delante de un semáforo en verde hasta que el camión de atrás toca por décima vez el claxon, momento en que nuestro protagonista decide pegar un volantazo a la derecha y dirigirse así hacia un destino que cimentará su irremediable camino hacia el fracaso.
Tal hombre no es otro que Tom Hardy, único actor que aparece en carne y hueso en Locke, segunda película del cineasta Steven Knight tras la no demasiado alabada Redención. Pero aquí la cosa se plantea diferente, ya que Knight está ante la típica película que acaece en un único escenario, por lo que la responsabilidad de su éxito o fracaso depende casi en su totalidad de lo elaborado que esté el guión (tanto en sus diálogos como en la capacidad de mantener la intriga) y de lo inspirado de su protagonista. Aspectos en los que, por fortuna, parece que esta película cumple perfectamente.
Pese a que en el inicio creemos que vamos a ver una película muy diferente, teniendo en cuenta los innumerables planos y el trabajo de iluminación que lleva detrás, pronto todo esto se transforma en una serie de conversaciones telefónicas a través del manos libres que el protagonista, Ivan Locke, lleva incorporado en su automóvil. Al estar ante una de esas obras en las que es preferible dejar a un lado toda sinopsis posible, evitaremos nombrar cualquier detalle argumental, pero baste con decir que desde la primera llamada descubriremos que el mundo de Locke se cae a pedazos. Familia, trabajo y un error del pasado que ahora pasa factura son los tres focos principales de la película, al menos de manera imaginaria ya que jamás veremos otra cosa que no esté relacionada con el coche del protagonista.
Una de las grandes preocupaciones que arrastra este tipo de proyectos es saber si la trama que nos propone al principio se acabará diluyendo como un azucarillo con el paso de los minutos. Por suerte, Locke mantiene la tensión hasta el final, aunque es difícil considerarla como un thriller al uso, sino que más bien diríamos que mezcla un poco el drama y la intriga. Incluso alguno podría otorgarla el apellido de “psicológico”, aunque a juicio de uno no alcanza los elementos necesarios para ello pese a que ciertos gestos notables de Hardy puedan conducir a ello. En realidad este ritmo está muy bien conseguido, ya que no hay giros de guión demasiado bruscos en el argumento, sino simplemente problemas que van surgiendo y que el protagonista debe ir arreglando a través de la red telefónica, lo que siempre conlleva un punto de desesperación al estar limitado por el conducto meramente oral (desesperación que también se traslada al espectador).
Con Locke estamos por tanto ante una de esas películas que seguramente no haga demasiado ruido en el panorama cinematográfico, pero cuyo visionado se antoja bastante recomendable por saber dotar a un escenario poco dado a demasiadas posibilidades (al menos fuera de lo que se refiera a persecuciones) con una trama en la que el suspense se mantiene intacto a lo largo de los 85 minutos de metraje. Su mayor escollo lo tendrá en la mera percepción que el espectador tenga sobre la película antes y después de su visionado, pero en el lapso del “durante” resulta complicado imaginar que alguien no llegue a disfrutar con lo que le ofrece la obra de Steven Knight.