La comedia puede resultar, sin lugar a dudas, el género cinematográfico que mayores dificultades presenta a la hora de ofrecer resultados satisfactorios de cara al público. El inmenso abanico de sensaciones que el séptimo arte es capaz de transmitir al espectador en esa suerte de espacio controlado para hacer sentir que es el patio de butacas se mueve con relativa soltura entre emociones tan básicas como la melancolía el terror más puro e irracional, rara vez triunfando en el noble arte de conectar con el respetable y hacerle reír con la rotundidad que exhibe Lo que hacemos en las sombras (What We Do in the Shadows’.
La no demasiado extensa, pero si ampliamente notable relación que los polifacéticos Jermaine Clement y Taika Waititi, co-directores, co-guionistas y parte del elenco principal de la cinta, poseen con el género queda patente con trabajos tan eficaces como Eagle vs Shark (2007) y, especialmente, la brillante y catódica Flight of the Conchords. Este bagaje confirma la habilidad que atesora la pareja de neozelandeses a la hora de enfocar su obra hacia un público potencial concreto, y que se traduce en una complicidad con el mismo que ha hecho a su último largometraje el gran triunfador entre los asistentes a festivales de género fantástico como Sitges o Toronto.
No son pocos los engranajes que, combinados con la destreza habitual del tándem de cómicos, hacen de Lo que hacemos en las sombras una experiencia tan placentera y, lo que es más importante, absolutamente hilarante. Es el sólido libreto, centrado en una suerte de respetuosa deconstrucción del mito vampírico salpimentada con multitud de anacronismos, clichés transformados en el más disparatado de los absurdos y un inteligente empleo de los populares códigos del subgénero de los chupasangres como principal catalizador de la carcajada, la pieza fundamental sobre la que se cimienta toda la película y que la transforma en un filme de culto instantáneo.
El mimo con el que están construidos los personajes protagonistas, representaciones de varios arquetipos que la cultura popular ha proyectado sobre la leyenda del vampiro que han terminado compartiendo piso; lo adecuado de su narrativa, sorprendentemente refrescante pese a estar tan en boga hoy en día, en forma de «mockumentary»; las múltiples roturas de la cuarta pared, o la capacidad de intercalar segmentos cómicos de naturalezas tan distintas como la sátira, el «slapstick» más primitivo o una suerte de «splatter» de lo más amable y apto para estómagos sensibles; son sólo varias de las múltiples virtudes de las que hace gala Lo que hacemos en las sombras. Por suerte, no todo se centra en la búsqueda del aplauso y la risa desenfrenada.
Detrás de los múltiples artificios en pos de la comicidad, Lo que hacemos en las sombras posee un alma que la convierte en un producto tan amable y fácil de digerir. Su tratamiento de temáticas universales como la convivencia, los conflictos generacionales —fantástico el modo de hacer converger a personajes provenientes de distintos siglos y hacerles interactuar—, la amistad, las relaciones personales, o incluso el paso del tiempo y la llegada irremediable de la vejez, es el cariz que, pese a no ser probablemente el más esencial para fomentar la hilaridad, transforma a la que ya de por si es una grandísima comedia, en una obra esencial tanto para los espectadores neófitos con ganas de un divertimento efectivo y de fácil digestión, como para los devotos del fantástico.