El terror a la página en blanco es tan fuerte como la conspiranoia que llevo incrustada en el cerebro desde que vi Under The Silver Lake. Supongo que David Robert Mitchell juega a eso, a tapar blancos a base de paletas de Pantone que coloreen todo lo que rodea cada escena, a cocinar conjeturas plausibles que él mismo ha puesto ahí.
Vivimos en la era del terror al vacío, todo hueco se puede rellenar con datos que conseguimos a golpe de clic. No hay discusión que no apague su llama en segundos si hay un móvil con batería y datos cerca. Pero en tiempos de sobreinformación somos capaces de formular preguntas que no nos llevan a ningún sitio hasta conseguir obsesionarnos por encontrar la respuesta que nosotros creemos correcta. Aquí aparece Sam, un tipo sin un objetivo concreto que se encapricha de su vecina. Aunque todo indica que la historia de amor surgirá con facilidad en una ciudad donde se encuentran escenarios de cartón-piedra de cualquier época en los que se han rodado todas las que mantenemos en nuestra memoria, pronto confluye en Under the Silver Lake ese otro clic para propiciar la búsqueda de conspiraciones, logias, teorías, paranoias, embustes, escritos, complots, intrigas. No era el drama romántico, era el noir el que lleva la voz cantante. El clic era cerebral, que sonaba en el interior de su cabeza, pero como metáfora quedaba bien.
La paranoia viene alimentada por el propio David, que emula sus títulos anteriores como un adicto más a los mensajes ocultos. Versiona al detalle The Myth of The American Sleepover (emplea imágenes de la misma y recrea alguna escena de nuevo para sacar provecho posteriormente) en un cine al aire libre, y nos salpica en numerosas piscinas sacando todo el beneficio posible a ese escenario como ya hizo en It Follows (y que a nadie se le escape la presencia de la de The Neon Demon en la cinta que nos ocupa). No conforme con ello, introduce en el film algo más que sus propias referencias cinematográficas para crear expectación, y lo hace en formato de hilos argumentales que suelta para ir recogiendo posteriormente. Películas puntuales que se reproducen en alguna pantalla, actrices con nombre propio que las protagonizan y similitudes con el mundo real que solidifican en el cerebro del protagonista. Quizá las más importantes sean Seventh Heaven con Janet Gaynor —aquí es su nombre el que circula en distintos entornos— y How to Marry a Millionaire con Marilyn Monroe —es la imagen de la rubia, más que la película en sí, la que encaja en varias escenas con la actitud y movimientos de Sarah, personaje de Riley Keough, el totem que idolatrar—; pero son solo algunos ejemplos de todo referente que encontramos en cada lugar que visita Sam ya sea con carteles, recortes, camisetas: Hollywood es un museo de historia efímera y dorada y así lo expone el director.
Este bombardeo de cultura reciente no se centra en el cine pese a que las calles de Los Ángeles inviten a ello. Es la cultura pop americana como un todo quien nos va a quitar el sueño. ¿Sabes esa sensación tan de Homer Simpson de estar viendo un anuncio y pensar que te habla directamente a ti y a nadie más? Pues esta fórmula se repite ‹ad eternum›. El bombardeo constante que cualquiera recibe diariamente aquí se transforma en mensajes de vital importancia. Música, números, cómics, pintadas; todos los canales llevan el formato emisor/mensaje/receptor, siendo Sam siempre el receptor omnipresente (por voluntad propia) y el emisor el objetivo definitivo, aunque el mensaje sea para cualquiera una locura.
Podríamos ver en Sam a una Dorothy pisando baldosas doradas hasta llegar al lugar definitivo donde responder sus ruegos y preguntas si no fuese porque ahora no cabe la imagen de unos ricitos bien arreglados ondeando el viento. Son innumerables los planos en los que, tras algo sorprendente la cámara gira para encontrarse con Andrew Garfield en primer/medio plano, centrado simétricamente en pantalla, con alguna expresión de incredulidad, miedo, asco. Es un poco así como funciona Under the Silver Lake, es Sam un cómplice que tiene tanto de encantador como de desastre y sus descubrimientos nos mantienen entre lo insólito y lo casual; como si estuviera escalando un castillo de naipes, se va generando la gran Historia, saltando de un ‹badaboom› a otro. Apelo a la ligereza de los hechos, lo blando del sistema de acertijos, consciente del lugar en el que se produce. El apunte geográfico indica que estamos en una fábrica de mentiras por metro cuadrado y es lo que reafirma la solidez de sus argumentos, aunque parezca que se vaya a desmoronar en cualquier momento. A Dorothy la perdemos definitivamente cuando nos encontramos con el subtexto afilado que utiliza Mitchell: drogas, sexo, apariencias, caprichos, violencia; los humanos como seres más divos que divinos.
Estamos en Silver Lake, un barrio de moda donde conviven hipsters y futuras actrices olvidadas, donde los nuevos nuevos ricos se mezclan entre magdalenas veganas o efluvios de alcohol con gente de pura fachada. Las conversaciones comienzan con «¿En qué trabajas? ¿Qué tal el trabajo? ¿Estás trabajando?», y se repite la mueca de Sam, se ve el paso que da hacia atrás, se intuye la barrera entre el individuo y todo lo que le rodea.
Su música, cómo no, mezcla hits del pop de los últimos 30 años (la imagen de Kurt Kobain es uno de los muchos iconos que glorificar) con lo creado por segunda vez para Mitchell por Disasterpeace, que sin dejar del todo de lado los sintetizadores, genera un ambiente de intriga más propio del cine negro americano, en ocasiones cercano al melodrama, que empasta atemporalmente con ese ambiente del Hollywood de nuevo siglo en el que nos sitúa la película.
Hablaba de Pantones al principio y no me quito de la cabeza ver a los responsables de arte con el catálogo de mano para cuadrar escenario, iluminación, ropa y así conseguir contrastar planos en cada momento. Aunque el mundo que le rodea es colorido, con brillis, horterísimo y definitivamente muy millennial, cada desaliñado atuendo de Sam está milimetricamente estudiado para lanzar un mensaje concreto —videojuego acuático, rojo peligro, cartel de cine de terror clásico, pijama— en cada fase del film.
No todo es tan físico y palpable como parece. Cierto que el realizador escenifica temas conocidos por los fans de la doblez —el grupo Jesus and The Brides of Dracula creado para la película, que tiene en su nombre un poco de la mitomanía de Marilyn Manson y la nada más absoluta y casual de The Jesus and Mary Chain o escuchar vinilos al revés buscando mensajes ocultos, solo dos ejemplos nimios de todo lo que se encuentra aquí dentro—, pero sabe involucrar su propia inventiva para arrancar algo de mitología al lugar. Crea nuevos relatos a los que recurre en distintas ocasiones del metraje para ir enlazando con propiedad esos hilos que iba dejando desamparados. Muchas veces el resultado es increíble, pero aquí se observa el detalle para congraciarse con el total.
Una última ovación se deben llevar los personajes secundarios, esos que aparecen y desaparecen dando pistas o rellenando un plano concreto. Todos dispares, unos animales de compañía y otros fieras indomables, pero con mucho peso para que este antihéroe, que sigue su ruta en la más pura soledad, encuentre siempre una réplica. Andrew Garfield construye un personaje que con sus rarezas, hábitos y franqueza mal gestionada le permite ser vapuleado por la situación, perder los nervios y sacar algo bueno de lo muy malo.
Todo esto puede crecer con posteriores visionados, no olvidamos la fiebre que surgió en Cine maldito donde nos volvimos conspiranoicos perdidos encontrando lecturas nuevas diariamente a cada escena de It Follows, y aunque en apariencia ambas películas poco tengan que ver, una centrada en el terror y otra en el neo-noir —y repito lo de aparentemente, que aquí estamos para destrozar la primera capa para ver más allá—, David Robert Mitchell mantiene impoluta su esencial forma de comunicarse. Él es capaz de ver el mito como algo global y desarmarlo para crear algo nuevo a partir de los fragmentos más insignificantes.