El bosque está dormido y su imagen intacta, serena, se ve atacada por un ente desconocido. Los árboles empiezan a precipitarse violentamente hacia el suelo. Y la noche acoge su estruendo, su estallido calamitoso. Así es como comienza la última película de Oliver Laxe, un autor que madura enormemente otorgándonos una obra tan sensible como feroz.
En un pequeño pueblo de la Galicia olvidada, donde aún viven gentes comprometidas con un estilo de vida harto olvidado pero revivificado aquí, un pirómano de pasado desconocido regresa a casa. Amador es el retrato del vagabundo sin historia, que no sabe de donde viene ni a dónde va. Perdido en su propio universo, tan solo intenta “vivir”. Dejando a un lado la integración, el progreso y la imposible redención —temas clave de la totalidad de la película—. Así pues, resulta convertirse en el paradigma del clásico protagonista novelesco. Víctima de un profundo pesar, no por los hechos acaecidos en su sombrío pasado ni por el devenir de sus propias circunstancias de vuelta a la sociedad, Amador se convierte en el protagonista y el antagonista de la obra. El objeto inmóvil sobre el que van a girar una serie de propuestas.
Las idas y venidas de Amador son solo un bosquejo de lo que envuelve su presencia en el pueblo. Su madre, Benedicta y los demás miembros de la comunidad juegan un papel tan importante como el suyo a la hora de apreciar los cambios que van a acaecer y, por tanto, no dejan de ser piezas esenciales en este ejercicio de cine evocativo. ¿No hay una estrecha relación entre el ganado y su pastor? ¿No hay también, de forma indirecta, una relación entre ese ganado y la veterinaria que induce a Amador a intentar cambiar de forma? La situación se recrea continuamente, como las carreteras sinuosas por las que se conduce en solitario. Como el cortafuegos desesperado, frente a una luz abrasadora. Kiarostami y Patiño, dos influencias evidentes en el nuevo film de Laxe, contribuyen indirectamente a crear un universo propio, en el que imperan los silencios, eternos compañeros de la soledad.
A diferencia de en sus anteriores obras, donde predominaba un claro sentimiento transcendente, eclipsado por la falta de una comprensión y de un significado concretos, Laxe nos brinda (ahora sí) una obra pequeña, en el mejor sentido de la palabra. En O que arde el joven parisino trabaja con lo que entiende y entiende con qué trabaja. Consiguiendo esgrimir con talento y estilo una singular obra manifiestamente contemplativa, interesante y reflexiva. Allí donde la imagen arde [1], dónde el fuego se apodera por completo del cuadro, podemos ver el porqué de la película. Algunas piezas musicales se aprecian, aunque no se entienda la letra —ya sean de Vivaldi o de Leonard Cohen—, el hacer de una campiña despoblada un centro turístico no tiene porqué ser buena idea y, sobre todo, saber el origen de un fuego —real, ideado, representado— es innecesario si ese fuego ha cambiado las cosas. Solo queda preguntarnos, ¿qué es realmente lo que arde?
[1] Didi-Huberman, Georges. (2012). Arde la imagen