Amador sale de la cárcel tras cumplir condena por provocar un incendio que arrasó su región. De vuelta a la casa familiar en una aldea de Lugo le espera su madre. A través del silencio y la vida rural cotidiana, el cuidado de las vacas y la relación con los vecinos Oliver Laxe captura en O que arde la rutina y el modo de vida costumbrista de lo rural, las dinámicas familiares de su protagonista y la ambigua relación con unos vecinos que le conocen y señalan por un pasado que le lastra. Pero Amador únicamente cuenta como un eslabón en la narración que estructura la película, un punto de contacto entre el bosque, los habitantes cuya subsistencia y tradición depende de una naturaleza en perpetua amenaza, los bomberos que la protegen del inminente desastre y el fuego. Y es por esto que la historia de Amador al final resulta un mero instrumento para armar el relato que conecta todos estos elementos. Algo que puede resultar lo más débil de una narrativa construida sobre instantes, destellos de la realidad capturados desde la observación a cierta distancia pero siempre íntima en la descripción de la soledad de su personaje principal.
Por eso las verdaderas resonancias discursivas de O que arde se ven más en planos aislados y cargados de una belleza extraña. Como cuando Amador y una veterinaria están trasladando uno de los animales en una camioneta mientras suena de fondo Suzanne de Leonard Cohen. U otros en los que simplemente vemos la convivencia con su madre y los silencios compartidos, sus tareas en el campo o los trabajos forestales. Mientras tanto esa calma, esa luz, esa vida que le rodea en el contexto en el que está sirven de proyección de su aparente paz y de contraste con una perspectiva psicológica interna que es imposible de aprehender a priori, pero que poco a poco se intuye a través de los pequeñas interacciones y su frustración al regresar a un pueblo y una región donde nadie perdona lo que hizo y donde tampoco se olvida. Aunque, por otra parte, el trato amable y las convenciones sociales logren disimularlo puntualmente. Pequeñas chispas de humor, destellos de la idiosincrasia de los habitantes de la Galicia rural aportan una ligereza en el tono que apoyan una mirada tierna —incluso podría decirse que nostálgica— pero alejada de la tentación de deformarla por cualquier sentido edulcorado de la misma.
En última instancia el verdadero poder de las imágenes que busca Laxe con la ayuda de la fotografía de Mauro Herce está en lo intangible, en lo conceptual, en la atracción del horror del fuego y su capacidad destructiva que provoca en el espectador un morbo que no permite apartar la mirada ante él. En la fascinación por sus colores y texturas que destacan tan especialmente en las tomas nocturnas. Una destrucción que expresa mucho más que lo evidente: la imposibilidad de satisfacer los deseos mundanos del protagonista pero también la fragilidad de una forma de vida en vías de extinción, acelerada por el abandono de los residentes y el interés gubernamental, el envejecimiento y la muerte de los que resisten y el efecto llamada a la industria turística, que se ve como la única posibilidad de supervivencia para las nuevas generaciones. Lo que arde no es sólo el bosque y sus animales, el suelo o las construcciones que mantienen toda una cultura ancestral, sino también el espíritu de los aldeanos, su pasado compartido, su futuro truncado y todo un sentido mítico del mundo que puede desaparecer. Ante esto no hay condena ni culpa que permita compensar semejante pérdida, tan sólo la nada y la muerte que deja una vez las llamas se hayan consumido.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.