Nuestro regalo para vosotros es otra lista para engrosar la colección. Dentro de nuestra esencia, encontramos la forma de ponernos de acuerdo con las novedades del ya pasado 2024, y aunque a nivel general pueda resultar más de lo mismo, para nosotros es vital sacarle jugo a nuestros vicios inherentes y descubrir que podemos llegar a un consenso. Eso sí, si a nuestros redactores les dejamos, las mejores películas de este año serían los estrenos en cine de Nausicaä del valle del viento de Hayao Miyazaki (1984), Las margaritas de Vera Chytilová (1966) y L’amour fou de Jacques Rivette (1969) en este orden, porque a amantes de lo clásico parece no ganarnos nadie. Tras esta mención especial, os dejamos con lo que más nos ha gustado, destacando por encima de todo una película navideña, que hoy sí o sí deberías volver a ver o simplemente darle una oportunidad.
1 — Los que se quedan (Alexander Payne)
Formo parte de esa clase de espectador que, cuando llega el frío y los días se acortan, es propenso al entumecimiento del alma y se inclina, en un impulso de supervivencia, por aquellas películas capaces de ofrecer una fuente de calor desde la gélida escenografía de esta cruda estación. Los que se quedan (The Holdovers, 2023) consigue exactamente eso, y lo hace desde las zonas grises; allí donde los conceptos antagónicos pierden el interés por la dicotomía y se entregan a la complejidad de los matices, donde la película logra ser tan triste como alegre, tan dura como dulce, tan desoladora como luminosa. Alexander Payne impulsa un cambio en el ángulo de visión a fin de provocar un efecto óptico desde el que el vacío de la falta pueda parecernos el espacio para la abundancia de una bondad transformadora. No puedo resistirme a imaginar que, a su manera, recurre a lo mismo que recogía Rainer Werner Fassbinder de Imitación a la vida (Imitation of Life, 1959): la imagen oculta —pero vibrantemente presente— de una familia, que planea sobre las escenas para agitarlas y permitir la salida de una idea a la superficie. Donde Douglas Sirk busca enunciar la imposibilidad de recrear esa imagen oculta, Payne nos deleita con lo que puede su simulacro. En cualquier caso es, sin duda, de lo mejor de este año que dejamos atrás. [Hans Beibel]
2 — La zona de interés (Jonathan Glazer)
Su dilatado comienzo en negro nos avanza que va a “jugar” con lo ausente frente a nosotros, con aquello que no se ve, pero retumba fuertemente por los ecos de la barbarie de la historia que adquieren forma sonora. Lo invisible, lo audible y nuestra memoria van a construir en nuestro cerebro lo que está fuera de campo, pegado a una casa idílica familiar al lado del campo de exterminio nazi más cruento. Glazer propone imágenes clínicas y asépticas de la cotidiana vida familiar de un comandante nazi que sí cruza la frontera entre los dos mundos: el impávido del hogar y el horror ignorado a pocos metros que hace desmoronar una parte del mundo.
El Mal se representa paradójicamente con exceso de luz natural, la fría belleza de las flores, mientras el Bien lo hace entre las acciones nocturnas de una niña grabadas con cámara térmica alterando el tono visual y gélido de la película. Una puesta en escena magistral ahorra las imágenes que sí mostró, por ejemplo, Alain Resnais en Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1956), pero el efecto que nos sugiere es terrorífico también. Si el fuera de campo es importante, también lo es la profundidad del mismo. Siempre latente en la lejanía, presente en cada plano de la armonía del hogar, la convivencia; en las chimeneas nocturnas, en gritos y disparos como rumorosidad que se hace tristemente habitual ante una comunidad internacional sorda ante la masacre. [Estrella Millán Sanjuán]
3 — El cielo rojo (Christian Petzold)
El talento de Christian Petzold suele cristalizar en artefactos dramáticos muy cerebrales. Con El cielo rojo, que en apariencia es una de sus películas formal y narrativamente más sencillas y despojadas de artificios, alcanza, por el contrario, territorios profundamente conmovedores sin renunciar a esa frialdad que es rastreable en toda su obra, a través de un relato de falsa ligereza y rumbo desconcertante que explora temas universales como la creación, la amistad, el amor y la muerte, así como la forma en la que nos relacionamos con los demás, desnudando, en el trayecto, nuestra torpeza a la hora de ver y entender al Otro (la miopía, en definitiva, con la que miramos el mundo que nos rodea). El modo en que Leon, nuestro odioso pero muy humano protagonista, se tambalea y hunde cuando el personaje de Nadja (fascinante Paula Beer) aparece en su vida, permite revelar complejidades y contradicciones que atañen a toda existencia. Un incendio con potencial metafórico y transformador hace el resto, cerrando en alto una pieza en la que el rigor intelectual se da la mano con la más genuina emoción, pergeñando un cuento (moral) de verano lleno de capas, dobleces y recovecos. Como la vida misma. [Nacho Villalba]
4 — La quimera (Alice Rohrwacher)
El cine de Alice Rohrwacher es especial. Esa poderosa impresión fue la que me invadió cuando vi El país de las maravillas Posee un universo propio, que quedó prístinamente delimitado en su segundo largometraje, unas coordenadas personales que la guían empecinadamente hacia anheladas desventuras. Como en Lázaro feliz, siempre entre los márgenes de la sociedad contemporánea, para desarrollar su discurso de certera carga de profundidad sociopolítica, que redimensiona el deslumbrante legado cinematográfico italiano.
En esta reencontrada La quimera, se desentiende con empecinamiento de las convenciones narrativas para tejer una amalgama libérrima entre la fábula y el mito, tan realista como fantástica, carnavalesca y onírica. Vuelve a retornar a sus recuerdos de infancia, para contarnos de una banda de saqueadores que sobreviven extrayendo clandestinamente el invaluable legado artístico que yace escondido bajo los pies. Su extraño líder, un arqueólogo británico con el don de la rabdomancia (conmovedor Josh O’Connor), vaga invadido por la nostalgia, invertido literal y metafóricamente en los hermosos planos de Rohrwacher. Persigue obsesivamente el mágico hilo rojo que lo conduzca a las profundidades, donde se esconde su amor perdido, aquella que intenta llevarlo a donde está la luz, a la que la matriarca de un clan decadente y oclusivo (impresionante, Isabella Rosselini) también continúa buscando, mientras otras mujeres se afanan en construir una comunidad utópica sobre las ruinas de una estación de tren. Pero nadie va a conseguir lo que ansía (salvo los poderosos traficantes internacionales de arte). Otra vez, una triste quimera, con la que Rohrwacher se afianza como una de las cineastas más fascinantes del cine contemporáneo. [María Verchili]
5 — Perfect Days (Wim Wenders)
A día de hoy resulta casi imposible imaginar cualquier intento de elogio a la austeridad (la económica especialmente) que no caiga en el puro cinismo. En un sistema que todo lo capitaliza y en un mundo en que la brecha entre la riqueza y la pobreza es cada vez mayor, los riesgos de presentar un personaje decidido a desprenderse de todo lujo para luchar con sus propias manos por su propia dignidad se antojan más que evidentes. De ahí que el logro de Perfect Days sea por partida doble. Porque Wenders no sólo consigue que el sencillo día a día de su protagonista resulte rabiosamente hipnótico y creíble sino también completamente alejado de cualquier indicio de conformismo. Y es que el elogio a la sencillez que teje el veterano director resulta tan pulcro y sincero que, de algún modo, se gana el derecho a no ser tachado de hipócrita. Como si nos recordaran que la detestable opulencia, responsable de casi todas las miserias de nuestro mundo, no ha logrado acabar con los pequeños placeres. [Martí Sala]
6 — La estrella azul (Javier Macipe)
Ya se ha dicho mucho (aunque nunca será suficiente) sobre La estrella azul, ese periplo homérico trazado desde la oscuridad de un cochambroso y pegajoso garito donde el ‹rock’n’roll› retumba resonante y la droga mancha y se esparce sobre las almas inocentes. Por suerte, la luz narrativa y cinematográfica de Javier Macipe sirve como soga de auxilio. Como un halo que se adentra en la caverna desde la cual, sin prisa pero sin pausa, el director parte junto a su particular quijote santiagueño, Mauricio Aznar (Pepe Lorente) para trasladarnos a una Argentina rural y folclórica. Una tierra con valores sacros, humildes, cálidamente humanos, ya en peligro de extinción, y para rodearnos, a través de la reconstrucción libre y genuina del biopic y de la metaficción, de la Chacarera terapéutica del clan Carabajal. El resultado deriva en una suerte de viaje iniciático donde el alumno consigue encontrar a su Miyagi. No sabemos si Aznar halló allí verdad o epifanía, pero sí una dosis de paz (aunque fuera efímera), que es creo yo lo máximo que uno le puede suplicar a la vida. Y sí podemos atestiguar, en cambio, que La estrella azul es ya película de culto. Si el universo nos golpea, bailémosle. [Agus Izquierdo]
7 — Desconocidos (Andrew Haigh)
Andrew Haigh es un director con cierta predilección y talento por y para los dramas románticos que abordan la soledad de las parejas que los protagonizan. Con personajes escritos para parecer reales y cercanos, la intimidad que crea entre ellos y nosotros se presenta tan desnuda como el propio momento que retrata. Ya sea cosa de un finde o de un matrimonio de 45 años, sus películas siempre funcionan como una suerte de intriga emocional que se completa, a menudo, a través de los vacíos de quienes acabamos de conocer.
Desconocidos es, desde la literalidad prácticamente, cine de ensueño sobre las primeras oportunidades. Una explosión de amores y afectos entre dos personajes tiernos y sensibles que se sienten solos y parecen estar solos. Un tímido y melancólico Andrew Scott que se encuentra con un delicado y entrañable Paul Mescal en un edificio enorme habitado únicamente por los dos. Ambos parecen perdidos, pero Haigh solo nos mostrará el mundo interior de Scott. Desde él, entre fantasmas del pasado, nos sentiremos desesperadamente tristes, pero al mismo tiempo esperanzados.
Como si el dolor y la ternura se estuvieran abrazando. Como si la vulnerabilidad y la compasión no tuviesen nada de malo. Como si la intensidad emocional se hiciera hipnótica y se pudiera concentrar con éxito en una sola película. [Alberto Mulas]
8 — Música (Angela Schanelec)
Aunque Schanelec prescinda durante casi la totalidad del metraje de su última película de los diálogos para enfatizar la importancia de sonidos en apariencia intrascendentes, aunque la idea nuclear que organiza las imágenes sea la de la música como artefacto de reconciliación con la vida y, por ello, los momentos de mayor expresividad sean aquellos en los que una canción proyecta las emociones del protagonista hacia fuera o pone en pausa el tumultuoso recorrido que traza por su castigada memoria, las secuencias de mayor impacto son aquellas en las que el silencio y el movimiento se trenzan sobre una pantalla completamente vaciada para transmitir el horror seco que produce la violencia. Obra de ritmo pausado que construye su aparato discursivo desde la concreción del gesto preciso, Música plantea una estructura elíptica, carente de escenas bisagra, en la que cada encuadre funciona como un almacén de símbolos y resonancias antes que como un ‹tableau vivant› hermético y manierista. [Rubén Téllez]
9 — El mal no existe (Ryūsuke Hamaguchi)
La naturaleza absorbente y mutante de El mal no existe no es nueva en el cine de Ryūsuke Hamaguchi. Todo en ella parece desenvolverse como una divagación plagada de fugas y abierta a múltiples significaciones; un artificio, no por ello carente de alma. Sin embargo, es insólita la depuración con la que el cineasta nipón aborda las partes que constituyen su última película, presente ya desde el enigmático título, referente a un mal invisible e inconcreto. Escurridiza e inclasificable, pero sin dejar de ser extraordinariamente elemental, quizá, la clave está en pensarla como un western contemporáneo; el relato con toques fabulísticos sobre lo natural enfrentado a los agentes del progreso. Las hipnóticas imágenes capturadas por Hamaguchi, envueltas por un halo de abstracción formal y trascendencia cósmica, exploran las dimensiones ocultas de un paisaje —salvaje, moral y político— pincelado a través de ‹travellings› infinitos como un espejo de la condición humana. [Pol Romero]
10 — Emilia Pérez (Jacques Audiard)
Un musical narco trans. Solo con esta definición ya da la impresión de estar ante un producto, como mínimo, diferente. Si encima es dirigido por Jacques Audiard la ceja levantada es lo mínimo que uno pone ante algo que parece una bizarrada. Y no cabe duda de que estamos ante un film divisivo, arriesgado y que camina sin rubor por el alambre del ridículo. Quizás por ello Emilia Pérez funciona, por su honestidad a prueba de cualquier consideración apriorísitica.
Y es que Audiard conoce lo polémico del material y la forma que le quiere dar y lo maneja sin complejos, apoyándose en interpretaciones magníficas, números musicales oportunos que acompañan pero no subrayan y, sobre todo, huyendo de utilizar su film como arma ideológica maníquea. Emilia Pérez no solo canta a la diferencia o a la libertad sino también a la posibilidad de que el cambio no sea una cuestión de género sino de principios éticos. Una película en definitiva que trasciende su etiqueta sin renunciar a ella. Orgullo al máximo exponente. [Àlex P. Lascort]