Acabado el 2014, llega la hora de confeccionar las clásicas listas con lo mejor del año. Y, francamente, esta vez me pilla el tema un tanto desorientado, porque, de un modo diría que inconsciente, he ido obviando la mayoría de títulos que están copando los tops. No pretendo que esto sirva de justificación (“si tal película no aparece, seguramente sea porque no la he visto”), sino más bien al contrario: mi año cinematográfico ha sido tan impredecible y disperso, y ha discurrido casi siempre por un camino tan solitario, que a la hora de hacer memoria y recopilar las obras que más placer me han proporcionado, me he visto un poco liberado de esa presión que a veces siente uno cuando pretende estar al día de todo aquello que está de moda, o ver todo lo que dicen que merece ser visto antes de elaborar ningún tipo de lista. Mi visión de lo que ha dado de sí la cosecha cinematográfica de 2014 es, si se quiere, limitada, pero quizás por ello mismo pueda cumplir mejor el propósito original que (entiendo) se le atribuye a este tipo de juegos, es decir, plasmar un gusto estrictamente personal sin pretender que dicho gusto represente algo así como el sentir generalizado de la cinefilia dominante, sirviendo, en su lugar, como pequeño catálogo de filias, pasiones y reivindicaciones dispuesto a complementarse (y a suplir las inevitables ausencias) con las filias, pasiones y reivindicaciones de las listas de los demás.
Dicho esto (que espero no haya sondado como una advertencia sobre el contenido seleccionado), sí puedo resumir mi cine favorito del año pasado en cuatro ideas: 1) mis dos géneros preferidos (el terror y el cine documental) siguen gozando de una salud a prueba de bombas, aunque muchos (particularmente en el caso del terror) no opinen de la misma manera; 2) el cine español ha encontrado un equilibrio estimulante entre innovación y clasicismo y cada día ofrece más y mejores películas; 3) hay mucha imaginación, muchas ideas y mucho buen cine fuera de la industria y lejos de lo que conocemos como cine mainstream, como bien ha demostrado el festival online Márgenes en su última y estupenda edición; 4) no sé si estaremos viviendo la mejor edad televisiva de la historia, como dicen algunos, pero sí es cierto que en este formato siguen surgiendo continuamente creaciones verdaderamente admirables, muchas de ellas con más cine en un solo capítulo que la mayoría de películas que se estrenan en las salas semanalmente (pienso en Fargo y Olive Kitteridge, por ejemplo).
10 – Cuando todo está perdido (J.C. Chandor)
Tras su apreciable Margin Call, J.C. Chandor cambia de rumbo y nos ofrece una cinta de aventuras marítimas clásica y minimalista. Ha pasado, en cierto modo, de intentar explicar algo enormemente complejo (el detonante de la crisis financiera) a todo lo contrario, probarse en el arte de narrar lo más sencillo, esto es, la odisea de un pobre hombre (magnífico Robert Redford) inesperadamente atrapado en alta mar. Eso sí, la estrategia está marcada por una arriesgada austeridad narrativa: sin apenas palabras, y con un único personaje en pantalla, Chandor consigue transmitir la desesperación del náufrago y hacer emocionante (y angustiosa) su peripecia de supervivencia. Con su lenguaje audiovisual seco y preciso, pero cargado de gestos elocuentes e incluso de momentos genuinamente vibrantes, el autor factura un drama atípico y a contracorriente, tan lejos del ruido de las grandes producciones como repleto de calor humano. Cuando todo está perdido, con su humildad, sus silencios y su admirable capacidad de observación, ratifica el talento de su narrador y reverdece los laureles de un cine de aventuras que ya no se estila, más preocupado por sus personajes que por el uso y abuso de los efectos especiales.
9 – A cualquier precio (Ramin Bahrani)
Se estrenó un poco de tapadillo y sin generar demasiado entusiasmo, pero he aquí una de las más perturbadoras evocaciones del fracaso que he visto en una película americana en muchos, muchos años. Lo cual no deja de resultar paradójico, considerando que el desenlace del filme apunta a la consecución (caiga quien caiga) del éxito vital y profesional. Pero no, lo que el talentoso Ramin Bahrani (uno de los mejores y más sutiles narradores que hay ahora mismo) quiere expresar tiene más que ver con el reverso amargo de nuestros deseos, con la necesidad (inevitable) de renunciar a la felicidad y aceptar nuestras limitaciones; con la idea de que, bajo toda dicha (aparente o real), subyace una carga importante de frustración y mezquindad. Magnética y apasionante, convoca las formas del melodrama clásico estadounidense para fraguar, con pulso firme, una crónica turbia y desoladora de la derrota, que, en su condición de puñetazo al Gran Sueño Americano, resulta considerablemente más pesimista, honesta e incómoda que la sobrevalorada American Beauty. A reivindicar completamente.
8 – Propaganda (Christopher Murray)
Si Crónica de un comité (de la que hablaré más adelante) se centra en el ejercicio de la política, Propaganda lo hace en su imagen. Aprovechando la campaña presidencial de las últimas elecciones chilenas, el filme ilustra, de forma impecable e implacable, la distancia abismal que se establece entre la clase política y el pueblo al que pretende gobernar. Construida en torno a una sucesión de planos fijos, cada uno de ellos constituye una estampa perfecta del cinismo y el absurdo que dominan toda campaña política. Aunque enormemente desalentadora, expresa (con imágenes ajustadísimas y reveladoras) la trivialidad no tanto de la política como de sus maniobras de visibilidad y de contacto con los votantes, a los que vende ilusión en forma de proclamas vacías y vagas promesas. En tiempos de descontento generalizado y caída alarmante de la credibilidad de nuestros dirigentes, un filme como el que ha elaborado el Colectivo MAFI pone aún más en entredicho el funcionamiento de las cosas e invita a reflexionar sobre la necesidad de un sistema político más centrado en el bienestar real de los ciudadanos que en la parafernalia y la retórica complaciente con la que se les pretende embaucar la confianza.
7 – Snowpiercer (Bong Joon-ho)
Hay mucho que admirar en esta arriesgada nueva obra ejecutada (con su maestría habitual) por el coreano Bong Joon-ho: un diseño de producción cargado de imaginación que sabe sacar provecho a un espacio aparentemente reducido (ese tren que casi se diría infinito) pero con mucho margen para la sorpresa y el asombro; una dirección llena de inventiva y hallazgos, con instantes de puro virtuosismo formal; una narración que, pese a adoptar prácticamente la forma episódica de un videojuego, nunca resulta mecánica y sabe administrar de forma inteligente las diferentes sorpresas y revelaciones que jalonan la trama; y una carga metafórica y crítica que nunca se queda en lo superficial. Pero, si de verdad hay algo que admire en ella, es su capacidad, precisamente, para sublimar este componente de sátira social futurista (que podría haber sucumbido fácilmente al maniqueísmo y a simplistas lecturas sobre ricos y pobres) entroncándola con una lectura metafísica y verdaderamente incómoda en torno a la necesidad recíproca que se establece entre poderosos y oprimidos en beneficio del equilibrio de un sistema de clases perverso e insano, abriendo inesperados interrogantes y vías para la reflexión. Cine de género, en fin, de una enorme riqueza.
6 – Así en la Tierra como en el infierno (John Erick Dowdle)
John Erick Dowdle ya había dado muestras de su competencia dentro del género de terror con sus dos filmes previos, Quarantine (menospreciada por su condición de remake tirando a mimético de REC) y La trampa del mal, y con Así en la Tierra como en el infierno revalida aún más si cabe su talento concibiendo una ejemplar y claustrofóbica pesadilla que se diría el reverso mainstream (pero inteligente) de Haze, aquella miniatura angustiosa del siempre insobornable Shinya Tsukamoto. Partiendo de una idea jugosa y poco tratada dentro del género (nada menos que la búsqueda de la piedra filosofal) y aliñándola con una iconografía terrorífica bien seleccionada (las sectas y las clásicas apariciones espectrales se combinan con elementos más originales, como los templarios), Dowdle factura un entretenidísimo tren de la bruja sustentado sobre una habilidosa estructura narrativa que mezcla paranoia, paradojas físicas y mentales y un escenario escheriano lleno de posibilidades. El infierno, concebido como un paseo (de índole casi surrealista) por todos nuestros pecados, pasa a convertirse, además, en antesala del poder y la sabiduría, conectando lo esotérico con lo demoníaco y culminando la peripecia de forma consecuente e imprevisible. En fin, una cinta de terror original, potente y perfectamente diseñada ya desde su mismo (y precioso) cartel.
5 – Crónica de un comité (Carolina Adriazola, José Luis Sepúlveda)
Uno de los mayores placeres del año, como ya adelanté en la introducción a esta lista, provino del festival Márgenes, que puso a disposición del espectador una oferta documental verdaderamente notable, dentro de la cual destaco esta aguda película chilena, uno de los filmes políticos más inteligentes y complejos que recuerdo. Registra, grosso modo, la lucha de un pequeño comité vecinal creado con la intención de hacer justicia a un joven asesinado por un miembro de los carabineros de Chile, y, a partir de ahí, no para de crecer en interés conforme aparecen el desgaste de la protesta, la confrontación entre fe y justicia, el desinterés de los medios de comunicación, la culpa ante la notoriedad inesperadamente adquirida, etc., desnudando, por una parte, la complicada idiosincrasia de un país de fuerte raigambre católica que además es severamente castigado por la impunidad, y por otra, reflejando de forma prístina y progresiva la difícil persistencia de los ideales dentro de un marco colectivo en el que las tensiones y los intereses cruzados acaban debilitando el objetivo común que se pretende alcanzar. Por eso deja un regusto tan amargo, de desesperanzado grito en el desierto. Y todo a través de grabaciones personales cuyo brusco acabado estético no hace más que potenciar el impacto de su discurso. Una muy grata sorpresa.
4 – Open Windows (Nacho Vigalondo)
A estas alturas, parece innegable que cada nuevo proyecto de Nacho Vigalondo va a ir sobrado de originalidad, amén de asumir una serie de riesgos que otros directores ni se hubieran planteado aceptar. Open Windows no es una excepción. Thriller espídico y paranoico que apela al recuerdo de Hitchcock (del falso culpable al voyerismo) y lo combina con ciertos códigos estéticos y narrativos propios del giallo, el filme deslumbra no por insertar estos referentes en un contexto regido por la ausencia de intimidad y la omnipresencia tecnológica, ni siquiera por su suicida y sofisticadísimo planteamiento formal y narrativo, sino por valerse de todos estos elementos para articular un discurso complejo y apasionante en torno al engaño, la identidad y la fama (el público desea inconscientemente matar a sus ídolos). Paradójicamente, en una era marcada por la hipervisibilidad, nuestros ojos nos mienten más que nunca. La verosimilitud de la trama queda un poco en segundo plano ante la brillantez del juego de máscaras propuesto por Vigalondo, capaz de cifrar el desconcierto de nuestra época en un desenlace brillante que no conviene desvelar aquí. Dejando a un margen lecturas sociológicas, psicoanalíticas y hasta filosóficas (que, rascando un poco, surgen y son enormemente estimulantes), Open Windows puede entenderse, sencillamente, como uno de los thrillers (no únicamente españoles) más audaces e imaginativos de los últimos años.
3 – El último de los injustos (Claude Lanzmann)
Lanzmann y el holocausto. Otra vez. Cuando parece que ya apenas queda nada nuevo que decir sobre este terrible episodio de la historia, aparece el autor de Shoah para arrojar más luz (o más sombras, según se mire) sobre dicha cuestión, utilizando la figura del controvertido Benjamin Murmelstein (último presidente del Consejo Judío del campo de concentración de Theresienstadt) para explorar temas como la culpa, la cobardía, la corrupción y el perdón. Construida fundamentalmente en torno a varias entrevistas realizadas al susodicho individuo en 1975, el film resulta áspero y fascinante pese a lo generoso de su duración, cuestiona ideas generalmente aceptadas (la banalidad del mal de la que habló Arendt a propósito de Eichmann) y profundiza en las implicaciones morales de quienes, de un modo u otro, participaron en el perfeccionamiento de la máquina de exterminio nazi en su condición de víctimas. Tras casi cuatro horas de metraje, lo interesante del documental está en cómo sugiere que, a veces, establecer juicios morales resulta terriblemente difícil (puede que incluso estéril e inapropiado). Nada es sencillo en un contexto dominado por el miedo y el ansia de supervivencia. La humanidad, en su misma complejidad, arroja infinitas gamas de grises donde quizás queramos encontrar blancos y negros. Más allá de esto, el testimonio de Murmelstein nos vuelve a enfrentar al infierno del holocausto con una cercanía estremecedora de la que, necesariamente, debemos aprender.
2 – La tumba de Bruce Lee (Canódromo Abandonado)
Mi película española preferida del año y, sin duda, la más extraña. Tragicomedia filosófica que vira progresivamente hacia el terror, me parece, ante todo, una majestuosa (y endiabladamente bien construida) cumbre del absurdo: es admirable el modo en el que, partiendo del más absoluto desconcierto, se acaba configurando un universo coherente e insólito, singularmente familiar pese a sus excentricidades y sus hondas cargas de misterio. Siempre lo digo: el absurdo, dentro de cualquier tipo de narración (cinematográfica, literaria…), me parece el material más delicado de tratar de todos, porque puede caer fácilmente del lado de la tomadura de pelo o resultar, sencillamente, irritante. Entendiendo que este es uno de esos trabajos que suscitan pasiones y odios a partes iguales (y considerando, obviamente, que el humor –más aún cuando apunta al surrealismo, como es el caso– resulta siempre terriblemente subjetivo), me atrevo a afirmar que los chicos de Canódromo Abandonado han sabido solventar el riesgo antes mencionado tirando, básicamente, de su muy marciano talento. El resultado es una película sublime capaz de convocar la risa y el escalofrío en un mismo plano, al tiempo que despliega su narración con una rítmica precisa, hechizante, poseedora incluso de una cierta musicalidad y poesía que hacen que uno, más que ver la película, caiga dentro de ella, primero con suavidad y luego precipitándose fascinado hasta su inolvidable desenlace.
1 – A propósito de Llewyn Davis (Joel Coen, Ethan Coen)
Los hermanos Coen nunca han dejado de hacer grandes películas, pero hacía tiempo (desde El hombre que nunca estuvo allí, probablemente) que no entregaban una tan fantasmalmente bella e inquietante como ésta. Este retrato de un perdedor, hiriente y sutil a partes iguales, filtra la desesperación de su protagonista a través de una narración contenida y asombrosamente precisa, cuyo tono, progresivamente extraño, acaba cristalizando en algunos de los momentos cinematográficos más emocionantes y hermosos del año (toda la secuencia de autostop o el encuentro con Murray Abraham, por ejemplo). De este modo, lo que en principio debería ser una crónica de la escena folk del Nueva York de los años 60, pasa a convertirse en algo más profundo y turbador. Con A propósito de Llewyn Davis, los artífices de Fargo no sólo han añadido una nueva obra maestra a su envidiable filmografía, sino que han parido un clásico atemporal y misterioso que, como las canciones que interpreta Oscar Isaac, te cala el alma hasta los huesos de una forma engañosamente sencilla, humilde, sosegada.