Analizando lo que ha dado de sí este año, creo que la primera palabra que me viene a la mente es “heterogeneidad”. La crisis económica que sufrimos pudo tener efectos negativos en la industria cinematográfica en términos estrictamente económicos, pero la salud creativa del cine de 2013 me ha parecido, en líneas generales, más que óptima, especialmente para el espectador omnívoro, aquel que puede combinar perfectamente un blockbuster carísimo con una película de arte y ensayo. Es cierto que tal vez podría haberse esperado algo más de nivel en la cosecha española, pero ahí están cintas como Ilusión, Stockholm, Mapa o Gente en sitios para demostrar que la creatividad no necesita de grandes alardes económicos para manifestarse. Lamentablemente, siguen siendo empeños más bien aislados y poco considerados más allá de los círculos minoritarios de rigor.
Pasando a un cine de masas, ha habido lugar para brillantes obras de autor como el último Tarantino (Django Desencadenado), así como cintas fantásticas y de ciencia-ficción en las que comercialidad y calidad suponían dos caras de una misma moneda, véanse la modélica Iron Man 3 o la virtuosa Gravity. Fuera del atronador espacio del cine-espectáculo, gente como Jeff Nichols, Harmony Korine, Kathryn Bigelow, Park Chan-wook, Edgar Wright, Steve McQueen o Richard Linklater han entregado algunas de sus obras más notables, corroborando la vigencia de su talento. Incluso Michael Bay ha sorprendido dando una vuelta de tuerca a su propio cine con la negrísima Dolor y dinero.
El cine de terror, por su parte, ha demostrado su creatividad y resistencia al desgaste combinando obras arriesgadas como The Lords of Salem con otras más comerciales pero no por ello menos satisfactorias, tal es el caso de la soberbia Expediente Warren. Mientras, desde Europa, autores como Kechiche, Sorrentino, Dumont, Vinterberg, Sciamma y Wheatley, entre otros, han mantenido el listón bien alto, igual que alto ha estado el nivel dentro del cine documental: películas como The act of killing, Leviathan, Stories we tell, Ai Weiwei: never sorry o El impostor demuestran que este sigue siendo uno de los géneros más vivos y creativos del momento.
Entres las decepciones, servidor señala tres dolorosas: Amor, Los amantes pasajeros y To the wonder, todas ellas obras tan fieles a los universos creativos de sus respectivos autores como, ¡ay!, profundamente fallidas. Y una resurrección: la de Bertolucci con Tú y yo, diminuta gema en la que su joven protagonista mira al futuro con esperanza, igual que servidor este año que empieza, deseando que el cine que llegue sea al menos igual de bueno que el del 2013… y todo lo demás, necesariamente mejor.
10 — Gente en sitios (Juan Cavestany)
Visión fragmentada, caleidoscópica y deforme de la sociedad contemporánea, simpar homenaje a las corales comedias italianas de episodios de hace varias décadas, y nueva y reluciente cuenta en el cada vez más nutrido collar del post-humor ibérico, Gente en sitios es, en definitiva, la constatación de la fidelidad de Juan Cavestany a su propio e inquietante universo. La textura digital, el humor desconcertante y la narrativa esquiva y caprichosa se alían para levantar un particular monumento al absurdo más terrorífico que, en su retorcido desarrollo, logra dibujarnos desnudos, con nuestros temores, vergüenzas y miserias al descubierto, dejándonos sin saber si reír o llorar. La causticidad de Gente de mala calidad y el hermetismo incómodo de Dispongo de barcos se fusionan y dan forma a una película que se entiende también como reflejo –monstruoso, hilarante, patético– de la España actual. Que la cinta culmine con la imagen borrosa de nuestra bandera y con un individuo que se adentra, linterna en mano, en la amenazante espesura de un bosque, no debe ser casualidad: perdidos, nos movemos a tientas en la oscuridad intentando encontrar una salida, un resquicio de esperanza y cordura entre tanto miedo y desconcierto.
9 — Mud (Jeff Nichols)
Puede que Mud no difiera demasiado de tantos otros relatos iniciáticos que ha dado la historia del cine, pero es sin duda uno de los más perspicaces, maduros, cálidos y mejor construidos que recuerdo. Con una sensibilidad digna de Robert Mulligan en su retrato convulso y tierno de la adolescencia, la película afronta, con clasicismo formal y narrativo, ese momento decisivo en el que la inocencia se resquebraja ante el peso de la edad adulta. La revelación del amor, la amistad traicionada, la pobreza económica, la sombra de la violencia… Son temas que Jeff Nichols entrelaza hábilmente, con calma típicamente sureña, dejando que su particular fábula (con ecos de La isla del tesoro de Stevenson) fluya apaciblemente ante nuestros ojos, mientras va ganando en emoción e intensidad, dibujando finalmente un tapiz humano emocionalmente complejo que cala hondo por la riqueza de sus personajes (soberbiamente interpretados) y por la suavidad y delicadeza con la que Nichols maneja y resuelve los conflictos que ha ido planteando a lo largo de su metraje. Buen cine americano de estirpe clásica y calado universal.
8 — Camille Claudel 1915 (Bruno Dumont)
Siento una fascinación particular por el cine que retrata la locura, tanto en el campo de la ficción como en el del documental. Dentro del segundo, películas como Monos como Becky o San Clemente impresionaban por su capacidad para capturar, en toda su crudeza, la complejidad y humanidad de esas mentes tortuosas y enfermas. Pero, en el terreno de la ficción, no recuerdo haberme encontrado nunca con una película tan sensible, áspera, realista, incómoda y hermosa como Camille Claude 1915, biopic atípico que, focalizando su atención en apenas unos días de los muchísimos que pasó la escultora en el asilo de Montdevergues (concretamente, hasta su fallecimiento en 1943), explora los entresijos de esa psique erosionada por los desengaños sentimentales, las heridas familiares (fruto de la misógina moral de la época) y el compromiso extremo con su propio arte. El resultado es cine riguroso y apasionante, tallado con una paciencia, severidad y precisión bressonianas, que no sólo describe admirablemente el dolor y angustia de su protagonista (extraordinaria Juliette Binoche), sino la complicada relación afectiva que ésta mantenía con su hermano Paul, algo corto de piedad y comprensión pese a sus férreas inclinaciones religiosas.
7 — Stoker (Park Chan-wook)
Es habitual comprobar cómo, cuando el cine americano seduce con cantos de sirena a directores extranjeros de potencial creativo contrastado, a menudo neutraliza también la personalidad que éstos habían ido forjando a lo largo de su trayectoria previa. Ha habido autores, sin embargo, que han sabido escapar a este proceso de domesticación creativa llevándose en su equipaje toda la imaginación e independencia que caracteriza su cine. Park Chan-wook es uno de ellos (como antes lo fueron Takeshi Kitano, Paolo Sorrentino y otros). El director coreano, dueño de un corpus creativo caracterizado por su explosiva inventiva visual y sus singulares y retorcidos planteamientos narrativos, se apropia de un libreto ajeno (firmado por el actor Wentworth Miller) para facturar otra gema estilizada y perversa sobre, precisamente, el mal como contagio y fuente de deseo. Con hechuras de cuento gótico y una atmósfera de corrupción maravillosa, el autor de Old Boy construye una película enormemente sensorial sobre el despertar sexual, la atracción del asesinato y el mal como herencia genética. Incluso puede leerse como una sui generis y bellísima película de vampiros. Definitivamente, Park Chan-wook no se vende fácilmente al dólar, y Stoker supone otra pieza coherente y admirable dentro de su jugosa filmografía.
6 — Expediente Warren (James Wan)
Si algo debemos agradecer a James Wan (uno de los pilares incuestionables del cine terror contemporáneo), es el hecho de haber otorgado respetabilidad a un género usualmente vilipendiado por la crítica, y hacerlo, además, sin necesidad de salirse de unos parámetros eminentemente comerciales. Lo atractivo de su cine es, precisamente, ese equilibrio existente entre su vocación de auteur y su querencia por un cine de terror de multisalas. Un equilibrio que alcanza su cénit en Expediente Warren, modélica cinta de casas encantadas a través de la cual Wan exhibe su generosa musculatura visual y su envidiable aptitud para generar miedo. Con elegancia, con contundencia, nos sumerge en una narración tan arquetípica como efectiva, y nos hace vibrar paseándonos, a un ritmo asombrosamente bien medido, por los rincones de su particular (¡y terrorífico!) tren de la bruja. Puede que, como sugiere la mayoría, pusiera más de sí mismo (y más locura audiovisual) en la saga de Insidious, pero es con Expediente Warren donde su fórmula de terror regio y adulto alcanza mayores cotas de perfección.
5 — Leviathan (Lucien Castaing-Taylor y Verena Paravel)
Ceñir el cine documental al clásico modelo de los bustos parlantes o del paisajismo estilo National Geographic tiene caza vez menos sentido, siendo, quizás, el género que más energía está invirtiendo en expandir los límites creativos del medio. Una buena prueba de ello es esta película extraordinaria, una concienzuda mirada al oficio de la pesca que, mediante una estrategia formal inmersiva y radical, se convierte también en una suerte de poema épico y extraterrestre sobre el hombre y la mar. Mediante un lirismo crudo y violento (en el que todo, de la agonía de los peces al vuelo de las gaviotas, supone objeto de fascinación), los directores nos encierran en ese barco pesquero y nos transmiten, de la forma más fiel que uno pudiera imaginar, la experiencia que supone estar allí, aguantando el poder del oleaje, contemplando la sangre derramada de los peces, sintiendo el azote del viento… La experiencia, a ratos ardua y exigente, se convierte directamente en inolvidable cuando emerge la poseía –tan extraña que bordea la abstracción y el surrealismo– de entre su elaborado entramado audiovisual. Por todo ello, Leviathan no sólo nos regala una mirada inédita a ese oficio ancestral, sino también algunos de los momentos cinematográficos más arrebatadoramente bellos del año.
4 — Antes del anochecer (Richard Linklater)
Aparte de facturar una de las grandes trilogías del cine contemporáneo, Richard Linklater logra, con esta hermosa obra de clausura, cerrar con lucidez y amargura su particular reflexión sobre el paso del tiempo y la erosión del sentimiento amoroso. Visualmente tan sobria y modesta como las anteriores entregas, Antes del anochecer sobresale gracias a la perspicacia y naturalidad de sus diálogos, que unos actores tan comprometidos con sus respectivos roles como Hawke y Delpy saben transmitir con una cercanía tan apabullante que se diría que, más que cine, estamos asistiendo a una manifestación de la propia vida. Hemos visto crecer a la pareja, conocerse, quererse, pelearse… Ahora, Linklater los enfrenta al estadio más agridulce y conflictivo de su relación, ese en el que el amor se ha ido deslizando para dar paso al cariño y la monotonía, y lo hace con una contundencia y elegancia verbal hiriente y conmovedora. El resultado es una de las visiones de la pareja más complejas y mejor escritas que servidor recuerda haber visto nunca. Cine incisivo, hondo, perdurable.
3. Spring Breakers (Harmony Korine)
Korine renuncia al feísmo inclemente y underground de sus inicios sin que ello signifique una claudicación autoral: su mirada nihilista y fascinada al eterno enigma adolescente se enfoca ahora desde una perspectiva enfermizamente lúdica, explorando la belleza, el terror y el vacío que subyacen bajo ese hedonismo amoral y pegajoso que es, también, un acto de resistencia ante la banalidad de las cosas. Planteada siguiendo ciertos patrones creativos propios de la música electrónica, Spring Breakers penetra bajo la piel y en nuestra cabeza de forma suave y progresiva, repitiéndose obsesivamente como un mantra, despojándonos poco a poco de asideros temporales. Es una experiencia sensorial que fascina, precisamente, porque parte de lo festivo para adentrarse poco a poco en un hedonismo tóxico e irracional no exento de delicadeza (el momento Britney Spears), llevando la peripecia de sus protagonistas a un territorio extremo e inexplorado pero libre de juicios morales. Korine no juzga a sus criaturas: las contempla (¿con envidia?) adentrarse y perderse en sus particulares paraísos artificiales, sublimando la vida a partir de placeres netamente epidérmicos.
2 — La gran belleza (Paolo Sorrentino)
Tras su estimulante, errática y algo incomprendida Un lugar donde quedarse, Sorrentino vuelve a Italia a lo grande, en una fastuosa película que es, a un tiempo, sentido homenaje y desencantada carta elegíaca a un país (y un cine) que ya no es. Guiados por la impagable figura de Jep Gambardella (soberbio Toni Servillo), asistimos a una visión caleidoscópica y fascinante de la sociedad italiana moderna, repleta de políticos corruptos, viejas glorias televisivas, intelectuales fatuos e hipócritas, sacerdotes de apetencias demasiado terrenales y fiestas grotescas (extraordinaria la que abre la película) cuya vulgaridad remite directamente a esa decadencia espiritual que caracteriza la era berlusconiana. Y, pese a su mordacidad, no hay condescendencia, sino comprensión y ternura por todas las criaturas que por allí pululan, perdidas en sus propios excesos, dedicadas a una vida de placer que deriva inevitablemente en abulia y crisis existencial. De una plasticidad y creatividad infrecuentes en el cine reciente, Sorrentino firma una obra rotundamente hermosa sobre el cambio de los tiempos y sobre la quimera de nuestros sueños de juventud, esos sueños en los que la belleza de aquel rostro que nos conmovió años atrás aún no nos parecía algo inalcanzable, irrepetible, lejano.
1 — The act of killing (Joshua Oppenheimer)
Mi película preferida del año, y una de las más perturbadoras que he visto jamás. Un estudio sobre la banalidad del mal que cortocircuita nuestras expectativas a través de un diabólico y revelador juego de máscaras en el que realidad y representación se entrelazan de forma inquietante, intercambiando roles de víctima y verdugo sólo para descubrir que el Mal, en ocasiones, está tan interiorizado que ha perdido todo su sentido, y apenas un resquicio de luz (los últimos planos de Anward Congo) revelan la posibilidad ya no tanto de una redención como de una conciencia, tal vez desvirtuada y tibia, de unos actos terribles que, en un contexto de podredumbre moral, se volvieron rutinarios, irrelevantes. Oppenheimer retrata la tragedia de las matanzas de Indonesia desde el prisma de estos vencedores que lucen orgullosos su largo historial de asesinatos, dejándonos helados ante la naturaleza de una sociedad construida sobre un brutal derramamiento de sangre y cohesionada por el pegamento de la corrupción. Por el camino, se reflexiona sobre la facultad del arte para exorcizar viejos demonios o, simplemente, hurgar en las zonas más sombrías de la condición humana, aun a costa de arrojar inquietantes conclusiones. En definitiva, una obra maestra anómala y necesaria.