Más conocido por aquella aportación que realizó en la cinta episódica Four Rooms, Alexandre Rockwell ha ido desarrollando durante estos años una carrera paralela incluso al circuito independiente —pese a que su cine encaja eminentemente en ese ámbito, sus participaciones en festivales como Sundance se cuentan con los dedos de una mano— que principalmente dio sus frutos en un debut, In the Soup, con el que lograría el Premio Especial del Jurado en el ya mentado festival regido por Robert Redford. Quizá ese es el motivo que ha llevado al cineasta a desarrollar un recorrido en ocasiones mucho más personal, algo que queda expuesto en esta Little Feet protagonizada por sus hijos, Lana Rockwell y Nico Rockwell, donde además ejecuta la plasmación de un universo (el infantil) que se antoja ajeno para el de Massachusetts, pero que con la ayuda de su hija —no parece, ni mucho menos casual, que en los títulos de crédito del film aparezca Lana Rockwell junto a su padre como firmante del guión— dibuja con un trazo sin el que sería más difícil acometer el tono de una propuesta que, debido al marco en el que se desarrolla, bien podría incurrir en una solemnidad de la que Little Feet en todo momento huye.
Con esos mimbres, Rockwell nos sumerge en el interior de una casa en la que conviven Lana y Nico, dos hermanos que pasan los tiempos muertos en soledad y muestran una autosuficiencia impropia de su edad: mientras Lana cocina, Nico se da un baño sin la ayuda de una presumible figura materna que, sencillamente, no existe. En cuanto a la paterna —interpretada, como no, por el propio director—, su prolongada ausencia —llega tarde a casa, se acuesta sin mediar palabra y se levanta para ir al trabajo haciendo lo propio— y la falta de un, ya no digamos cariño, sino contacto necesario a esa edad —apenas murmura unas palabras cuando Nico va a la sofá que hace de cama para darle las buenas noches, y se comunica con Lana mediante notas imantadas a la nevera—, desvela una situación que bien podría ser crítica, pero que gracias a la madurez de ella y la inocencia de él subsiste sin mayor perjuicio. Todo ello es reforzado por el autor de Pete Smalls is Dead gracias a una luminosa fotografía en blanco y negro que se cuela en cada rincón de esa casa y distiende el drama que se podría vivir en ella, algo que acompañado a la abstracción que por momentos parece realizar Rockwell, dejándose llevar, dota de un enorme equilibrio y belleza al conjunto.
La salida de ese hogar, marcada por la muerte de uno de los peces de esa pecera con la que Lana y Nico mantienen una particular relación —sirviéndoles incluso para comprender el mundo a través de un cuenco de cristal lleno de agua—, derivará en una road movie que, junto a un tercer invitado, su vecino Nene, se establecerá como nexo central de una «coming of age» —ese camino hacía la liberación de un pasado y la asunción de un futuro así parece indicarlo— donde además Rockwell demuestra conocer palmo a palmo el cine independiente y haber vivido codo con codo con el mismo, algo que explica esa singular galería de personajes que se van exponiendo en el recorrido del trío protagonista, e incluso en cierto modo el imaginario desplegado por el cineasta, que convierte Little Feet en una suerte de reformulación, a través de otros códigos, de ese cine independiente noventero. Sólo un clímax a la altura podría embellecer más el resultado final de esta pequeña joya, y Rockwell lo logra con un momento tan prototípico como bien entendido, donde una simple canción —y aquí me detengo en un [Spoiler] necesario, pues la elección (casual o no) de Sigur Ros (que cantan en un idioma ajeno al nuestro, inventado) comulga a la perfección con ese universo infantil que desde un prisma adulto siempre es más complicado comprender [/Spoiler]— y un significativo recorrido dotan a esta Little Feet de la mayor de las fuerzas, haciendo que el viaje no sólo no haya sido en balde, sino además del todo evocador.
Larga vida a la nueva carne.