Garth Davis se adentra en el largometraje con Lion. Nominada a ocho Oscars, este trabajo del director australiano manifiesta ser ese caramelo dulce que llama la atención de todo aquel que busca una sucesión de emociones pautadas y reconocibles, no vaya a ser que se perturbe. En este caso se trata de la adaptación de Un largo camino a casa, un libro que escribió un joven llamado Saroo Brierley y en el que cuenta las idas y venidas que acontecieron en una vida —la suya propia— dominada por el pesar. La historia, que parece ser común en India, narra los dos grandes viajes que realizó Saroo en diferentes épocas de su vida. El primero de ellos, dominado por el azar, consistió en el amargo recorrido por el que las circunstancias le llevaron. Y es que, tras perderse de su hermano, el niño se quedó encerrado en un tren que le separó más de mil kilómetros de su hogar. El desconocimiento del idioma y su inexperiencia en la vida (tan solo tiene 5 años) le llevan a pasar por una serie de baches de los que su instinto de supervivencia le hará huir despavorido. El segundo viaje, marcado ya por la voluntad y el orden, se basa en el deseo de volver a reencontrarse con su familia dos décadas después, buscando por Google Earth un lugar que no recuerda.
El tema de la vuelta a los orígenes es el centro que parece motivar la película. Esa idea universal de la reconciliación con la unidad primera que surge en el contacto del individuo fragmentado con la realidad. La tensión del alejamiento, que abarca una primera parte de aproximadamente una hora, gana el pulso sobradamente al resto del film. Se trata de las consecuencias de esta fragmentación de la unidad percibidas desde el punto de vista del niño. Ese dolor que pertenece al instante posterior al aturdimiento y que se corresponde con el inicio de la separación y con la incomunicación con el resto del mundo por considerarlo, en esa sabiduría propia de la infancia, todavía hostil. Se trata, en resumidas cuentas, del momento en el que la soledad, fuera de la idea romántica de aislamiento como forma de atractivo, te cae como una losa. En este sentido, Garth Davis hace hincapié en los gritos que Saroo emite en búsqueda de su madre y hermano, a sabiendas de que ya es imposible encontrarlos; así como también muestra reiteradamente al hombre como lobo para el hombre. Estos elementos son llevados con mesura por el cineasta, sin caer en un exceso demasiado brutal de sentimentalismo, el cual me temía. Pero como todo lo que tiene cierto aire de grandeza, Lion termina por quebrarse. El problema es que lo hace demasiado pronto. Es en la segunda mitad, de la misma duración más o menos que la primera, donde Garth Davis pierde la chispa. Si antes se hablaba del poder narrativo y emocional de esa tensión del alejamiento, será en el placer del acercamiento donde el australiano se hace el harakiri. Quizá por prisas, o puede ser que por conquistar a cierto público, Garth Davis termina por caer en ese sentimentalismo que tanto temía. Los acercamientos y alejamientos artificiosos de Dev Patel y Rooney Mara o la empalagosa asociación de ideas que van reconstruyendo la memoria de Saroo llevan a uno a ponerse en guardia, alejándose así en cierta medida de la magia que te mantenía atrapado minutos antes. La fuerza y la dignidad iniciales concluyen en un final tan tópico, trillado y débil que produce la amargura, que a veces deviene en arcada, de las representaciones que muestran el exceso de felicidad.
Son dos, a mi juicio, los elementos que hacen atractiva la primera mitad. En primer lugar, Garth Davis atina en reflejar con acierto y mantener en el mismo nivel el punto de vista de un niño que huye despavoridamente de aquello que intuye como peligroso pero que no conoce. De esta manera, el cineasta insinúa el trato repulsivo que determinados adultos parecen tener con los niños de la calle en India, pero sin llegar a mostrarlos. Saroo, a sus cinco años, todavía no puede imaginar los males del mundo (dentro de lo malo, el chico tiene suerte de no llegar a vivir lo peor, como sí le ocurrió a su hermanastro), de manera que filmarlos y ponérselos en la cara al espectador habría sido un error. Esa sensación paternal producida por estas sugerencias y que lleva al espectador a afirmar para sus adentros: «todavía no conoces la crueldad inherente humana (y yo sí, que la he visto en muchas películas) aunque te alejes por instinto de ella» guían la mirada a otro terreno que no viene siendo el habitual en este género. En segundo lugar, el efecto que imprime en uno el sufrimiento representado y que se resume en un «qué bien no estar allí» mantiene el interés gracias al acercamiento que permite la interpretación genial de Sunny Pawar. En resumidas cuentas, Lion engatusa por momentos pero también desgasta y desespera. Veremos cuantos premios le otorgan las lágrimas.