No es extraño que al terminar esta película, que dura apenas un suspiro, tengas una necesidad insaciable de comer pollo —con pimientos, si se puede elegir—. Una necesidad que tendrán niñas y adultos, omnívoros y veganas, que se puede extrapolar a cualquier alimento o necesidad unida al más tierno recuerdo al que nos podamos aferrar. Porque ¡Linda quiere pollo! apela a la memoria y a la revolución por partes iguales en una historia sencilla con la que es imposible no conectar de algún modo.
Se unen aquí dos mentes dispares, la del francés Sébastien Laudenbach, que en su momento enamoró a una generación —limitada a quienes disfrutaron de la peli, se entiende, porque el ‹underground› de la animación no está difundido como se merece— con su película La doncella sin manos y la de la italiana Chiara Malta, que quiso “metacinematografiar“ la vida, obra y misterios de la actriz Elina Löwensohn —de quien también hay una generación completa enamorada desde que se cruzó con Hal Hartley— en Simple Women. La poesía colorística de uno y la visión pura de la feminidad de la otra colisionan en esta pequeña obra aclamada en diferentes festivales que se dirige a los niños y no olvida la mirada concienciada de los no tan inocentes con una historia simple, cercana y rabiosa sobre las neuronas que viven en el estómago.
Laudenbach crea una Francia de colores planos y sólidos, muy luminosos, que sirven para dotar de una personalidad propia a cada personaje, todos manchas uniformes y complementarias que les definen como individuos y dan vida a una forma de expresión estudiada a conciencia en los libros y que despierta el interés visualmente sin complejidades, pero que no deja decaer la atención en ningún momento. El amarillo acompaña a Linda, una niña vivaz y terca que protagoniza esta historia junto a su madre, Paulette (de color naranja), que cede a una petición de su hija para subsanar un castigo innecesario. Linda quiere pollo, con pimientos.
Esta inocente petición se transforma en aventura, pues tiene una connotación sentimental potentísima para la madre y una visión extrapolable a la revuelta popular por suceder durante una huelga general a la que la ciudad entera se ha unido. Aquí hay varios mundos que chocan para estimularnos. Está lo visual, esa suerte de magia en la que se mezclan trazos y manchas uniformes de color para conseguir llamar nuestra atención de múltiples formas distintas y que luchan con el ideal de sencillez que podría proclamarse por el abuso de colores primarios; nos alejamos fácilmente de esa sensación por lo estimulante que resultan sus siluetas cambiantes y su colección cromática, con la que identificar en todo momento a cada personaje dentro de la multitud. También esa alegría inocente de los más pequeños, seres dispuestos a zarandear las normas con la intención de lograr su objetivo, algo esencial en el cine infantil y que aquí lleva un mensaje velado muy positivo sin olvidarse de lo emocional. Por supuesto sabe ir más allá con esa referencialidad hacia lo social, a los franceses pateando calles y protestando por lo suyo, a la masa que se mueve en conjunto para lograr un fin, al compañerismo y la sororidad por encima de la corrección establecida, al buenrollismo bien entendido y mejor representado, sin que se nos atragante por exceso de azúcar. Y, por último, el pollo con pimientos, la receta que combate contra el olvido, ese nexo de unión con el pasado que una niña (en este caso concreto) cree no conocer y que esconde toda la emotividad de la narración, exclusivamente conciliadora y que da sentido en un tono más adulto a la obcecación por conseguir un objetivo y al apoyo incondicional de la muchedumbre por abrir el paso a quien quiere conseguirlo.
¡Linda quiere pollo! es brillante por ser directa, conciliadora y divertida. No necesita grandes alardes para hacer llegar su mensaje y convive con un lenguaje visual que te llena por unos minutos de ilusión, y de ganas de comerte esa receta que te recuerda a alguien a quien quieres seguir recordando para siempre.
Me lo he pensado mejor, ahora quiero coca de tomate.
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