La nueva película de Emanuele Crialese, L’immensità, presentada hace unas semanas en la Sección oficial a concurso del Festival de Venecia, está situada en la Roma de los años 70 y aborda los problemas de desestructuración que acarrea una familia burguesa de la época. Clara, interpretada por una Penélope Cruz demasiado sintética, rasgo común en la actriz, exageradamente sofisticada en su papel de madre afligida, solo encuentra la felicidad en su matrimonio fracasado gracias a sus tres hijos, con los que mantiene una relación vivaz y cercana. No obstante, Adriana, de doce años, la mayor de los tres, además de cuestionar la supuesta felicidad que el matrimonio debería aportar a su madre, empieza a renegar de su propia identidad y a afirmar que es un chico.
El desequilibrio familiar, más marcado a medida que avanza la trama, es equivalente al que padece el ritmo del filme de Crialese, de una narrativa plana y apalancada, incapaz de dotar de emoción a ninguno de los conflictos señalados, ni siquiera en los momentos que, en un principio, por un tono desaforado tanto en el uso de la música como en el carácter de las interpretaciones, aspiran a alcanzar unas cotas de emoción elevadas. La falta de fluidez de la narración se ve afectada, por supuesto, por una puesta en escena de telefilme mal camuflado; primero, por puntuales planos de un vacuo esteticismo embellecido y de intención grandilocuente; segundo, por ese espíritu tan característico de cierto “cine comprometido” (si es que acaso ese término tiene algún sentido) en el que, solo por mostrar interés por un conjunto de temas sociales y políticos, Crialese parece considerar que no debe añadir profundidad a su discurso sobre ellos.
Una problemática que, en realidad, tampoco resulta sorprendente, puesto que forma parte de la lógica política de la película: ser una mirada superficial y consumista de lo real, entendiendo el tiempo pretérito en el que ocurre la acción, no como un momento temporal esencialmente intangible, sino a partir de extractos culturales concretos (la ropa, la radio, las canciones, la televisión…) sometidos a su materialidad. Así pues, en L’immensità, la recreación del pasado se reduce a una mera aglomeración de artefactos culturales sustraídos de cualquier valor artístico mediante unas imágenes que solo pretenden explotar la superficialidad estética de un tiempo determinado, para que este sea, finalmente, simplificado a la condición de contenido de consumo.
De esta manera, sucede, involuntariamente, algo llamativo, y es que, ciertos elementos inmanentes al filme, es decir, figuras que formarían parte de este sin tener en cuenta el tiempo en el que sobreviene, son capturados del mismo modo, es decir, como artefactos culturales capitalizables. El caso más evidente es, en este sentido, el de Penélope Cruz proyectada como artefacto femenino que es explotado por lo que supone su presencia física en el plano. No importa la planitud emocional del personaje, porque la imagen corpórea de la actriz, al igual que la de los múltiples artículos de época que Crialese se empeña en destacar, dotan a la obra de un valor de consumo en consonancia con el esteticismo apuntado previamente.
Todo ello encuentra su representación absoluta en las secuencias donde Crialese recrea números televisivos de la época en los que importantes cantantes italianos son substituidos por los protagonistas de la cinta. Es entonces cuando L’immensità se materializa, definitivamente, como aquello que, durante buena parte de su metraje, pretende encubrir, un artefacto de consumo en sí mismo. El filme, por lo tanto, se redefine tal y como concibe el tiempo que busca reconstruir, siendo, en conclusión, una muestra más de un cine empapado de nostalgia y frivolidad.