Los escenarios urbanos han constituido en numerosas ocasiones la esencia de un cine, aquel que apuntaba a ambientes criminales como germen casi forzoso del mismo, capaz de relatar a través de estos un carácter prácticamente inherente. Así, desde el auge del ‹noir› durante la época dorada del cine clásico hasta el thriller contemporáneo, esos parajes han resultado clave para comprender el rumbo de un género cada vez más abocado a la construcción de atmósferas distintivas para no devenir una mera repetición de símbolos ya conocidos. En ese sentido, Soi Cheang, que regresa a su Hong Kong natal más de un lustro después de su último trabajo allí —y tras haber rodado varios encargos en China—, aboca las líneas maestras de su nuevo trabajo, Limbo, a la cimentación de un universo propio que va más allá: no solamente desliza un contexto específico y una potente ambientación, además traza una condición —de la que se desprende sordidez y podredumbre moral— que no hace sino complementar el cuerpo de un relato cuyo principal fundamento es el arco dramático de un personaje impregnado por esa miseria que parece fagocitar todos y cada uno de los rincones de esa megalópolis a la que nos traslada el autor de Accident.
La composición realizada por Soi Cheang, funciona así como un todo que unifica el relato de venganza y redención protagonizado por Cham Lau, el personaje al que encarna un convincente Gordon Lam; un relato que, sin embargo, no logra obtener la cohesión necesaria, despedazado entre secuencias que sólo aluden a una catarsis argumental —como la visita junto a Wong To a esa habitación cuyo contenido Lau guarda celosamente en secreto, o una conclusión que subraya en exceso su destino—, y espoleado por momentos que únicamente parecen querer retroalimentar esa decadente atmósfera (y lo que se desprende de ella) más que reforzar un arco que, al fin y al cabo, ni siquiera detenta gran complejidad. Por si ello fuera poco, en detrimento de esa construcción queda el esqueleto de un thriller que termina manifestándose nimio para las dimensiones del film que nos ocupa, y cuya resolución a nivel de guión se siente desabrida, minimizando así la supuesta dimensión de una crónica que está expuesta completamente debido a ciertas decisiones que terminan por restarle relevancia cuando en realidad todo parecía indicar lo contrario —desde el inicio de la investigación, al carácter serial de los asesinatos acontecidos—.
Aquello que, no obstante, no se siente del todo resolutivo a través de un libreto en ocasiones demasiado vago, cobra tintes casi de epopeya gracias a una dirección que, además de potenciar lo sucio y obsceno de esa ambientación, arma secuencias de acción verdaderamente apabullantes con una facilidad pasmosa; véase, por ejemplo, ese potente último acto, que lejos de condensar las claves y el derrotero que tomará el elemento central del relato —aquel que atañe a su protagonista—, se sostiene con suficiencia gracias a una brutalidad que precisamente conecta con la naturaleza salvaje de ese microcosmos. Soi Cheang consigue de este modo concentrar las virtudes de una obra que, si bien no funciona como debiera en otros aspectos —e incluso deja un problemático regusto por el tratamiento de su personaje femenino en detrimento del masculino—, logra salir airosa en parte debido a una faceta técnica que el cineasta hongkonés maneja a la perfección siendo capaz de, en sus capacidades escénicas, expresar la idiosincrasia de un universo cuya inmoralidad, sordidez y miseria —que bien podrían recordar, salvando las distancias temáticas, al Qué difícil es ser un Dios de Aleksey German— quedan expuestas en pantalla como auténtico mosaico de una decadencia, la humana, cuya condición no podría estar mejor trazada.
Larga vida a la nueva carne.