Que el cine surcoreano está en su mejor momento desde hace década y media es un hecho confirmado que, hoy por hoy, nadie puede poner en duda. Y dentro de esa corriente también hay que incluir un cine de animación que, aunque minoritario, se ha beneficiado de la cada vez mayor exportación de este cine, entrando al mercado internacional y compitiendo en festivales. La cinta que nos ocupa, Lifi, una gallina tocada del ala, llega tres años después de su estreno a las salas españolas, con un importante respaldo de crítica y taquilla en su país de origen, y avalada por el premio al mejor largometraje de animación infantil en la edición de 2011 del festival de Sitges.
Adaptando una reconocida novela infantil, Lifi parte de una premisa relativamente sencilla en la que una gallina, harta de su vida en la granja, escapa y se adentra en terreno salvaje; para terminar evolucionando hacia una fábula de superación y realización personal a dos bandas en el contexto de la maternidad que hemos visto reflejada en muchas ocasiones en el cine infantil. Su tono en todo momento es ingenuo y buenista, como corresponde a una obra dirigida principalmente a niños. Pero, aunque la influencia de Disney es innegable, a nivel de argumento y diseño de algunos de sus personajes (no en vano ésta es una obra de vocación claramente mayoritaria inspirada en el éxito de la animación de Hollywood y japonesa, e incluye en su producción a animadores que han trabajado con Disney y Pixar), se explotan también ciertas pequeñas diferencias que otorgan puntos de interés adicionales a la experiencia.
Así, la base de esta historia de superación no está en el manido discurso de cumplir un sueño imposible yendo más allá de cualquier límite. Aquí los personajes sólo evolucionan cuando son conscientes de y aceptan sus propias limitaciones. Aunque Lifi lo desee, nunca será un pato, no será capaz de volar ni de nadar, ni mucho menos de enseñarle a Perejil todo lo que debe aprender. Es a través de la aceptación de su propia debilidad y de las diferencias con Perejil como logra criar a su hijo pese a las adversidades. En ese sentido se pueden establecer paralelismos con el discurso del ciclo de la vida que aparece explicitado en El rey león, pero a diferencia de aquella, en esta ocasión no se utiliza en el contexto de una jerarquía y, personalmente, puedo empatizar más con la historia de Lifi que con la de Simba por el hecho de ser un personaje fundamentalmente débil a pesar de su voluntad, y sin un gran potencial innato por desarrollar.
Lifi es sin duda el personaje que sostiene esta película, tanto en la primera parte en la que protagoniza la acción, como en la segunda donde la historia deja ese protagonismo de lado para centrar la perspectiva en su hijo adoptado y hablar de ella desde una perspectiva más causal, aunque no menos importante, como la típica madre que no se da cuenta de los problemas de su hijo. Desde su forma de ser inocente y entusiasta, con su manía de poner apodos a todos e incapacidad de tomarse lo que le dicen en serio, conocemos de primera mano la crudeza de enfrentarse a algo nuevo en un entorno en el que no es aceptada. Y si bien la historia evoluciona en una cadena lógica en la que va ganando consciencia del mundo que le rodea, es interesante ver que no abandona por completo su debilidad e inocencia. Es un personaje inusualmente complejo, carismático de inicio, y que gana enteros en la fase final de la historia con dos o tres escenas, incluida una sorprendente interacción con el villano, que se convierten en lo más memorable del filme.
Técnicamente y al margen de ciertos excesos esporádicos algo efectistas, es una obra muy consistente. Aunque no llega al nivel de sofisticación al que nos tiene acostumbrados Pixar, su animación por ordenador es en todo momento ágil y fluida, luciéndose especialmente en las secuencias de acción y persecuciones. Por otro lado, el dibujo evoca una atmósfera fabulística con sus entornos sencillos y coloridos, y los diseños estilizados de los personajes combinan bien con ellos, dando una sensación de uniformidad bastante meritoria.
Lifi es, pues, un cuento entrañable y emotivo que acierta en casi todo lo que trata, y un buen candidato a competir con los grandes del género en términos de calidad. No está exento de fallos y descompensaciones, sin ir más lejos tiende a una teatralización excesiva que para un público no infantil puede resultar pesada, apoyada en los trucos que ofrece la animación. Por poner un ejemplo, en la primera secuencia en la que aparece Lifi ésta habla de su sueño de escapar al campo. Esta ensoñación momentánea se hace muy recargada y no ayuda a establecer el tono de la trama en un momento en el que haría falta una perspectiva algo más inmediata. Asimismo, la otra gran carencia de esta película también deriva de su carácter eminentemente infantil, y es el humor. Para una historia que incluye los tópicos de los cuentos para niños con la audacia y el buen hacer de ésta, es cuanto menos sorprendente la sensación de descuido que me da la comedia. Chistes en extremo fáciles, intrusivos y mal situados en el ritmo de la historia, subrayados en exceso y recurriendo en ocasiones a una escatología muy boba y desagradable incapaz de desarrollar un contrapunto absurdo que la haga funcionar.
En todo caso, es un esfuerzo muy digno que merece la pena tener en cuenta. Aún queda mucho para determinar si esta obra se convertirá en clásico de su género o acabará enterrada y olvidada con el tiempo, pero su potencial hoy por hoy me parece innegable. Su aporte no tiene que ver tanto con la exploración de nuevas vías narrativas como con la consolidación de las mismas, en un contexto en que el cine infantil tiende cada vez más a mirarse al ombligo y tratar de renovar sus arquetipos a toda costa. A pesar de sus detalles de originalidad, la sensación de que no aporta nada radicalmente nuevo es patente, pero su buen funcionamiento deja con la sensación de que aún hay mucho que extraer de las fórmulas tradicionales antes de desecharlas del todo.