El recorrido que ha acompañado a una cinta de las características de Leviathan es ya de por sí esclarecedor: no tanto por el hecho de haberse erguido como una de las verdaderas sorpresas de la pasada temporada, sino más bien por haber aunado criterios tan dispares como los de los festivales que ha recorrido, desde Locarno hasta la presente edición de L’Alternativa, encontrándose por el camino citas como Berlín o incluso un festival de cine de género como podría ser Sitges.
Ello nos lleva a extraer diversas conclusiones del triunfo que ha supuesto el debut de Lucien Castaing-Taylor y la segunda colaboración de Véréna Paravel (que ya co-dirigiera en 2010 Foreign Parts junto con J.P. Sniadecki) en el terreno del documental y, en este caso, de un tipo de cine —el experimental— que contadas veces consigue llegar tan lejos en un panorama donde cada año que pasa resulta más difícil, además de convencer tanto a público como a crítica, sorprender. De entre esas conclusiones, destaca el hecho de que Leviathan decida no quedarse en una simple y mera experiencia, y trascienda (premeditadamente o no) más allá de una posición que en no pocas ocasiones constriñe las posibilidades de un material con un poder de sugestión (e, incluso, reflexivo) mucho mayor del que se le suele otorgar a este tipo de propuestas.
De todos modos, incluir el término ‘sorprender’ embarcándonos en un viaje como el que propone Leviathan quizá no sería lo más idóneo, y es que aunque no han sido pocas las voces que han afirmado no haber asistido a algo igual, sus responsables no parecen estar tan pendientes de trazar nuevos caminos como de sumir al espectador en una experiencia que cuestione los límites cinematográficos, unos límites en ocasiones interpuestos por los propios espectadores e incluso, de vez en cuando, por los cineastas, y es que el trabajo de Castaing-Taylor y Paravel es capaz de demostrar que una acción cotidiana o un terreno conocido pueden mutar en algo ilusorio o incluso irreal sin necesidad de atravesar el ámbito de lo tangencial, y logrando que aquello que nuestra mente no concibe como tal desde un plano físico, alcance a través de la lente una nueva concepción.
En ese sentido, Herzog ya lograba resultados similares en su falso documental The Wild Blue Yonder. Sin embargo, mientras el cineasta alemán buscaba deliberadamente crear a través de parajes existentes, reales, una nueva construcción que sostuviera esa ficción mantenida en el film, los autores de Leviathan más bien parecen querer sumir en una exploración sin límites las posibilidades del cinematógrafo, capturando así el poder sugestivo que muchas veces olvidamos posee, y logrando que la simple estampa de un hombre (en forma de primer primerísimo plano de sus ojos) a los mandos de un pesquero pueda ofrecer tantas interpretaciones como el espectador desee: desde la agotada y curtida tez de un sujeto que siente exhalar su último aliento en ese barco, hasta la melancólica mirada de quien siente haber vivido toda una existencia a bordo de un carrusel que no le devolverá lo que realmente pudo haber experimentado.
Así, la mutación del celuloide en que deviene Leviathan, una mutación sostenida en elementos primarios (imagen y sonido potencian un resultado final donde el cuadro o montaje casi nunca mantienen prioridad), sirve para sumergir al espectador en una de esas hipnóticas piezas ensayísticas que, además, sostienen una de las declaraciones más férreas y fascinantes de los últimos tiempos, donde la pureza de los atributos primordiales para enarbolar la experiencia cinematográfica es la que prevalece por encima de todos, y es la que nos lleva a la emoción más prístina y visceral.
Larga vida a la nueva carne.