Hay un gran monstruo que atenaza nuestras vidas, que se expande por tierra y mar. Andrei Zvyagintsev ha sabido retratar con mucho tino ese monstruo llamado Leviathan, un monstruo que en este caso se viste de administración rusa, aunque bien podría aplicarse a las de otras nacionalidades con sus consecuentes variantes. En el ojo del huracán, una familia rota, obligada a abandonar sus tierras, y con la consecuente problemática legal que ello acarrea. Acompañamos a esta familia durante esos días en los que decir adiós a una casa es sólo el principio de una fatídica etapa. El poder político, la religión y la sociedad a juicio en esta película donde Zvyagintsev dejará hueco también para la risa.
De primeras entramos en un lugar desolado, páramos sin ápice de humanidad donde todo ha sido abandonado a su suerte, a su mala suerte, la misma que acompaña a la familia protagonista durante toda su desventura. Entre ellos el abogado, amigo y confidente, y del otro lado, el apelado, el Ayuntamiento expropiador, el corrupto avaricioso vestido de demonio, pero es un mal que se ve venir. Pero Zvyagintsev no se queda ahí. Junto al demonio coloca otro mal disfrazado de perro pastor, el que guía al rebaño pero se alía con el lobo, el poder religioso. Para retorcerlo aún más, el realizador ruso envenena también al rebaño, dándonos una narración dramática con algunos brochazos cómicos, la realidad de una sociedad que intenta salir a flote huyendo de sus propios demonios, de ese Leviathan que quiere devorarle. Pero la realidad siempre es más cruel y demoledora.
A pesar de contar con unos 140 minutos, la película tiene un ritmo muy fluido, una narración bastante correcta que nos impide perdernos en derroteros alejados y centrarnos en lo que nos cuenta, pero hay tiempo suficiente para disfrutar de ese entorno desolado que no sólo guarda ruinas, destrucción y soledad, sino también cierta belleza fría, que no frívola, esa belleza natural que suele acompañar a los lugares más silenciosos. Lo bueno es que Zvyagintsev no se calla, y nos hace gozar y estremecernos con su monstruo acuático. A nivel interpretativo no puede haber ninguna queja: pasión y serenidad en dosis perfectas de las que se encargan, entre otros, Aleksei Serebryakov, Elena Lyadova (Elena) o Vladimir Vdovichenkov (360 – Juego de destinos), un claro ejemplo de trabajo en equipo.
Andrei Zvyagintsev siempre ha destacado por hacer un cine más serio, más entregado al drama personal de sus personajes. En Leviathan no abandona ese tratamiento, pero se arriesga intercalando momentos de humor, humor a ratos negro y a otros exaltando el patetismo implícito de algunos personajes. Quien nos diría a todos que nos íbamos a reír en una película del artífice de El regreso o Elena. Además, otro de los puntos que ha variado respecto a películas anteriores, es su mirada final. Si bien en los títulos citados dejaba un camino abierto a sus personajes, en su última película los remata, les cierra la puerta a una posible continuidad, a excepción del páramo desolado con restos de vidas pasadas, que se queda tal cual lo encontramos, a esperas de un nuevo monstruo (o del mismo pero con otra cara) que nos descubra una nueva historia.