Las imágenes que a su misma vez se encargan de otorgar una apertura y cierre a Leviatán no dejan de contrastar en cierto modo con el contenido del nuevo trabajo de Andrei Zvyagintsev. El cineasta, que desde su debut en 2003 con El regreso ha visto como en no pocas ocasiones se anexionaba su cine con el de Andrei Tarkovsky, e incluso se le llegaba a citar como uno de los descendientes del maestro ruso, daba un giro a su carrera hace apenas unos años cuando en su tercer largometraje, Elena, esas trazas que se habían venido advirtiendo en esa ya mentada ópera prima, y consolidando en la que para un servidor es su mejor obra, The Banishment, se difuminaban. Quizá con la intención de continuar delineando los lindes de un cine cada vez más propio —pero en el que no han faltado temas recurrentes que nos acercan cada vez más a su particular universo—, o quizá simplemente como consecuencia de una maduración patente, donde el cineasta ha conseguido definitivamente canalizar todas esas referencias —que, por otro lado, no pocos autores poseen al dar sus primeros pasos— y trasladarlas a un mosaico que a cada paso que da se antoja más personal, incluso más introspectivo.
Esas ruinas (¿no son en el fondo eso?) que abren Leviatán conformando otra poderosa y (en esta ocasión) sosegada metáfora, son el anticipo perfecto en una cinta donde Zvyagintsev no se reserva ni una de sus cargas. Aludiendo a esas cargas, no obstante, no hago tanto referencia a sus connotaciones sociales, políticas e incluso religiosas, avivadas por un marco en el que el reflejo que proveen los personajes que lo pueblan no podría ser más certero, sino más bien a lo que no deja de ser el fondo de la obra del ruso, que si bien enfila su Leviatán como una crítica social con una tendencia satírica más que evidente —esa pareja de personajes plasmada en un alcalde corrupto y el arzobispo al que acude en alguna que otra ocasión, o esos dejes humorísticos (por primera vez en el recorrido del autor de The Banishment) que dotan de una negrura patente a la película—, continúa casi posponiendo esos escenarios en detrimento de uno central: el familiar. Así, las inquietudes que se habían plasmado en todo su trabajo anterior —hasta ante el escenario monetario en Elena, la importancia de la figura de los hijos (y su cierto desapego para con sus progenitores) era capital— vuelven a estar presentes en Leviatán, y aunque aquí esa lejanía paterno/filial se produce en un entorno más, por así decirlo, comprensible —entre el hijo del protagonista y su madrastra—, el núcleo (en una disgresión que ya había adoptado otras formas con anterioridad en su cine) familiar vuelve a ser un ineludible epicentro, casi causa/consecuencia directa de en lo que terminará derivando el film. Con ello, Zvyagintsev aprovecha ese contexto para dotar de mayor amplitud a su crítica, y lo hace reflejando una pérdida de valores ostensible capturada en uno de sus personajes, que a la postre termina siendo el desencadenante de esa suerte de tragedia en la que termina mutando.
Leviatán se convierte así en otro paso definitivo para Zvyagintsev, que continúa recorriendo con paso firme un trayecto en el que esa metamorfosis no acrecenta ni reduce las posibilidades de su obra, más bien las complementa. Y lo hace porque Leviatán es cine sólido, que quizá haya perdido parte del poder de evocador de la imagen —aunque sigue recurriendo a ella, y concebiendo aportes brillantes (esas excavadoras, como si de un devastador Leviatán se tratase)— pero continúa sabiendo plasmar emociones únicas, e incluso transformando espacios inherentes a lo que supone nuestra sociedad —en este caso, y con mayor acierto, la de su país— en páramos desolados en los que tejer un yermo relato se antoja casi necesario por como nuestra perversión llega incluso a esos escenarios. Leviatán termina, pues, por coartar así esa afirmación de que es cine necesario; es más que eso, es cine imperecedero por parte de un autor del que quizá añoremos rasgos que han abandonado la fuerza que tenían en trabajos anteriores, pero para el que nunca tendremos palabras suficientes por lo que nos ha legado y por lo que está por venir.
Larga vida a la nueva carne.