Una vez recibí una carta de una amiga con la que hacía tiempo que no hablaba. Comenzaba así: «te sorprenderá que te escriba». Pero no. La sorpresa eran las palabras que emanaban del papel, la soltura de sus reflexiones, el diálogo eterno que probablemente no hubiésemos tenido cara a cara. El uso de las hojas para desarrollar pensamientos, imaginar situaciones, revelar ideales sin conocer la posible respuesta. Esos folios que habían perdido la complejidad del blanco absoluto eran verdaderas obras de arte expresadas sin complejos ni orden alguno.
Cuando comencé a ver Letters to Paul Morrissey era más consciente del verdadero cine de Morrissey —que conozco de un modo un tanto limitado, a partir de la curiosidad que me generaban los intereses de Andy Warhol por el séptimo arte— que de las palabras que reproducían las cartas. Pero pronto se desvaneció esa sensación al ser capaz de implicarme más en los concienzudos diálogos sobre nada en concreto, tan elaborados como imposibles, que surgían de los manuscritos de sus cinco protagonistas.
No hay una temporalidad exacta, ni una relación comprometida con Paul Morrissey, es el homenaje que va más allá del personaje cuando son las personalidades de los protagonistas las que interfieren en la historia. En realidad, tampoco es cierto que lo que dicen sea lo único que importe, porque las imágenes se relacionan directamente con lo que nos ofreció Morrissey a través de sus imágenes.
Es un homenaje sin homenajeado, una dedicatoria sin firma, un dulce sin boca decidida a morderlo y disfrutar. Todo o nada revoloteando a partir del nombre de Paul, sin siquiera molestarle. Todo aquello que implica escribir una carta, esperar a que llegue, a que la lean, a que alguien se decida a responderla…
Armand Rovira se ha dado un baño en la inmensidad del cine de Paul Morrissey (a nivel conceptual y visual), y sabe del Udo Kier que protagonizaba Dracula cerca sangue di vergine… e morì di sete!!! y llama así a su primer personaje epistolar encerrado en su crisis existencial y el Valle de los Caídos; conoce a las Chelsea Girls y no solo imagina el presente de alguna de las que participaron en la película mientras pululaban por The Factory, también utiliza ese montaje simultáneo de doble pantalla para expresarse en imágenes mientras emula a la mítica Norma Desmond en sus reflexiones; delega en la voz del mítico Joe Dallesandro, icono por sí mismo más allá del cine, la estructura física cincelada en mármol, carne y hueso que tantas películas protagonizó para el director; y se permite experimentar con distintas culturas, procedencias e historias cada vez más fílmicas y crípticas, más reflexivas ante las pautas del universo, que confieren a los 16mm de la cámara utilizada un aplauso más que efusivo a la experimentación con el cine y las ideas de otros. Mucho más que con el compromiso hacia el ser epistolado, es una realidad.
No hay respuesta de Paul Morrissey, pero la sensación es que carece de importancia el resultado, como poco importaba si llegaba una respuesta para mi amiga. Letters to Paul Morrissey se compromete con el cine, con la invención, con la vehemencia de las palabras unidireccionales. Un juego visual recurrente, a veces lánguido, otras idealista, pero siempre imaginativo y atrayente. Un debut inspirado y creativo, con cinco voces dispares que buscan respuestas vacías a las preguntas más purificadoras del existencialismo, mientras la pantalla experimenta con visiones capaces de reproducir las ensoñaciones de cualquier cineasta atrevido.
¿Quién tiene miedo al papel en blanco ante la imposibilidad de la imagen vacía?